41- Crystal Lake

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La mañana en que Camila abandonó el hospital, Stephen encontró un momento para hablar con Lauren a solas y recomendarle que la cuidara como a su propia vida, pues sería esa vida lo que acabaría perdiendo si a ella le ocurría algo. Le costó aceptar que su pequeña no volvería a su hogar en Washington, y no lo hizo hasta que tuvo delante las maletas con las cosas que ella había pedido que le prepararan. Ése era el final que llevaba años aplazando; el final que había sido su temida pesadilla. Y de nada le sirvieron los ruegos que le hizo para que fuera poco a poco en esa relación. Al parecer, la escritora ya la había convencido con una sola frase.

—Lo ha dejado todo por mí, Stephen —le había contado emocionada—. Para estar conmigo todos los segundos y las horas del día ha dejado el trabajo en la universidad, en el periódico. Lo ha dejado todo para irnos juntas al maravilloso Crystal Lake.

—¿Por qué tanta prisa? —le había preguntado.

—Porque la vida es corta y yo lo sé mejor que nadie —dijo, sin asomo de tristeza—. Y porque me ha convencido con una frase muy hermosa cuando yo he sugerido que estábamos corriendo demasiado: «No estoy dispuesta a desperdiciar ni un minuto más, pues, aunque viviéramos millones de años, no me bastarían para demostrarte el amor desesperado y loco que siento y sentiré eternamente por ti.»

Él la había mirado a los ojos, en silencio, herido de celos.

—Mi hogar siempre será el tuyo. Siempre —insistió con cariño—. Si sientes la necesidad de regresar, hazlo, por favor.

—Estoy segura de que, pase lo que pase, quiero estar con ella —le había respondido Camila con convicción.

Y sólo le había quedado abrazarla con fuerza y apretar los párpados para llorar después, cuando ella ya se hubiera ido de su vida, probablemente para no volver nunca.

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Los cuarenta y cinco minutos de carretera hasta Crystal Lake nunca le habían parecido tan cortos como esa tarde, mientras llevaba sentada a su lado a Camila; su amada y hermosa Camila. La emoción de saber que llegarían juntas a ese lugar salvaje en el que desde niña le gustó perderse y que juntas pasarían allí las noches y los días, le mantenía el pecho permanentemente henchido y a punto de estallar.

Aprovechaba las inacabables rectas de la Interestatal para entrecruzar amorosas miradas con ella y rozarla con los dedos para convencerse de que era real; que toda esa felicidad era muy real. Camila, por su parte, no prestaba atención a nada que no fuera Lauren. Cuando hablaba, cuando reía, cuando escuchaba, sus ojos estaba clavados en su relajado perfil, esperando que se volviera para poder mirarse en sus profundos ojos verdes.

—Sigo sin entenderlo —insistió Lauren cuando atravesaban las extensas zonas arboladas del condado de Essex.

Camila rió, haciendo un exagerado y divertido gesto de desesperación.

—No lo entiendes porque no los conoces; porque no los has visto a todos juntos —volvió a decirle.

Acababa de explicarle que, después de que le detectaran la enfermedad, había viajado para estar con su familia mientras Stephen estuvo inmerso en las primarias. Y le había contado lo que le había ocurrido un domingo, igual a cualquier otro, en el que sus dos hermanas, su hermano y sus sobrinos se reunieron en casa de sus padres. Comprobó lo que ya sabía pero nunca se había parado a pensar, y era que la única pena que ellos tenían era que ella viviera lejos y el único alivio para esa pena era saber que estaba bien. Y entonces, viéndolos reír felices, decidió que no les destrozaría ese consuelo.

—Se lo contaré en mi próxima visita —exclamó, mirando hacia la larga Interestatal—. Cuando haya vencido a mi enfermedad.

Lauren suspiró, segura de que cada vez que mostraba esa arrasadora seguridad en su curación, lo hacía para ocultarle su miedo y evitarle también un poco de sufrimiento.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora