9- Quédate Conmigo

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La rotunda negativa de Camila no le hizo desistir. Sabía que debía hacer la maleta y regresar a casa, a los brazos siempre dispuestos de Ally, pero no podía hacerlo. No antes de averiguar qué era eso tan implacable que estaba sintiendo y saber si a ella le estaba ocurriendo lo mismo. La infatigable tenacidad irlandesa que salvó a sus antepasados de la miseria y de la muerte, no le permitía rendirse hasta haber agotado todos los recursos. Nunca lo hacía. Por eso, al día siguiente la aguardó en el hotel, dispuesta a rogarle que esa vez no la rechazara sin haberla escuchado.

Se acercó a ella en cuanto la vio salir del ascensor, hermosa, elegante y perfecta, con unas gafas oscuras que ocultaban sus preciosos ojos azules. No pudo apreciar su expresión cuando pasó por su lado sin detenerse y rogándole con brevedad que no insistiera. Lauren se quedó allí, inmóvil en el centro del hall, tras haber consumido horas de espera para al final verla durante unos segundos y no poder pronunciar ni una palabra completa.

Pero su incansable tesón, y lo que fuera que sentía por ella, fueron más poderosos que todos los rechazos, que todas las humillaciones. Siguió esperándola, apostada unos ratos en el interior del hotel, otros caminando arriba y abajo de la calle Saint Paul, sin perder de vista la puerta giratoria que destacaba bajo el toldo negro, confiando en que si podía explicarse, Camila acabaría aceptando.

Hasta la tarde siguiente, de nuevo en el hall, cuando su confianza en que lo conseguiría comenzaba a resentirse. Había tratado de obstaculizarle el paso para que se detuviera, para que al menos la escuchara. Pero ella, segura de que si no se paraba Lauren se apartaría, la había rebasado y caminaba hacia la puerta.

—Por favor —rogó Lauren contemplando su espalda—. Te prometo que no hablaré, que no trataré de convencerte de nada. Pero deja que te acompañe. Si no lo haces, volveré aquí mañana, y pasado; volveré todos los días que sean necesarios.

Ninguna reparó en que, tras el mostrador de recepción, los empleados, testigos mudos de todos los vanos intentos de la escritora, las observaban conteniendo la respiración.

Camila se detuvo, inquieta. Las defensas que había alzado ante la ojiverde habían comenzado a debilitarse al descubrirla esperándola. Y seguían deshaciéndose cada vez que pasaba por su lado y la ignoraba, o cuando, al regresar, la encontraba en el mismo lugar, insistiendo a pesar de sus desaires.

Lauren avanzó hasta quedar a su lado.

—Por favor —repitió, ahora en voz baja—. No estropeemos una bonita amistad por lo que hicimos una noche.

Se miraron en silencio durante un largo instante, con una extraña expresión que la curiosidad de ninguno de los presentes fue capaz de descifrar y, sin mediar palabra, salieron del hotel, por primera vez juntas.

A partir de entonces, las esperas de Lauren no resultaron baldías. Sin preguntas, sin citas programadas, igual que cuando recorrieron los caminos de los alrededores del lago con la naturalidad de quienes lo han hecho siempre, comenzaron a hacerlo de nuevo, cambiando el suelo mullido de hojarasca por asfalto, y los grandes árboles de hojas doradas por edificios de hormigón. Volvieron a mantener entre sí aquella prudente distancia que evitaba roces casuales, volvieron a observarse cuando creían que la otra no miraba.

Siempre por las tardes.

Las mañanas, durante las que no faltó algún breve pero intenso chaparrón, Camila las guardaba para sí, convirtiéndolas en un misterio por el que Lauren no se sentía con derecho a preguntar. La ojiverde utilizaba esas horas para arreglar asuntos, escribir su columna para el Daily News y seguir preguntándose qué estaba pasándole a su vida; qué estaba haciendo con Ally. Y terminaba sintiéndose tan mal, tan traidora e infiel aunque no se estuviera acostando con nadie, que la llamaba para tranquilizarla y descargar un poco de su mala conciencia.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora