3- Entre Damas de Honor

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-Yo también tengo ganas de verte, Ally. No imaginas cuántas.

Sonrió, escuchando la entusiasta despedida al otro lado del auricular, y colgó el teléfono. Durante unos segundos, miró el equipaje que había dejado en el suelo, apoyado en el sofá de fina piel blanca, se sirvió una copa y salió a la terraza.

Le gustaban las vistas desde su pequeño ático, en Central Park West. Contemplar cada día el grandioso ramaje de los árboles del parque, que se agitaban al otro lado de la calle, era como tener un poco de la esencia de los alrededores del lago. En verano tenían el mismo verde intenso y en otoño los mismos tonos encendidos, pero no la emocionaban igual. Faltaba el olor a humedad y a musgo, sobraba el ruido sordo y constante de la urbe.

Acabó su copa y entró de nuevo en casa. Era tarde, sin embargo se encontraba tan despejada como si acabara de levantarse. El caótico ritmo que había llevado en Crystal Lake la había desorganizado. Pero se adaptaría en unos pocos días, como hacía siempre.

Se sentó ante el ordenador, en un extremo del salón, junto al ventanal que daba a la terraza, y accedió al correo. Se encontró con cientos de emails. Lo cerró de inmediato y abrió el procesador de textos.

Podía escribir su columna de opinión para el Daily News. A Harry Welliston, el director del periódico, le agradaría encontrarla a tiempo de incluirla en la primera edición del día siguiente. Solía decirle que al diario le faltaba algo durante los meses en los que ella se retiraba al condado de Nueva Jersey. «Le falta mi columna entre la decena que publicas cada día», solía responderle Lauren, con guasa, segura de que era igual de adulador con todos. «Una columna se sustituye con otra, pero hay algunas que los lectores consideran irreemplazables, entre ellas la tuya», respondía con gravedad Harry.

Tenía plena libertad para escribir del tema que quisiera, que normalmente se ajustaba a la actualidad política y social. Esta vez no sería así. Llevaba demasiado tiempo desinformada, viviendo cerca de la civilización, pero ajena a lo que acontecía en ella. Además, su alma aún andaba enredada en colores y aromas: hablaría sobre la belleza del otoño. Ese otoño que había pasado en Crystal Lake, como todos desde hacía años, pero tan diferente y especial que presentía que iba a recordarlo siempre.

...............

La familia Hernández residía en las plantas octava y novena de un lujoso edificio de la Quinta Avenida. Un portero uniformado custodiaba la entrada al portal, asegurándose de que nadie que no hubiera sido invitado por los propietarios pusiera un pie en el interior. Y allí estaba ella, que disfrutaba de libre acceso a cualquier hora del día y de la noche, esperando mientras se abría con lentitud la puerta del octavo piso.

-Buenos días, James -dijo, a la vez que se quitaba el abrigo-. ¿Está la señorita Allyson en casa?

El anciano mayordomo extendió un brazo para hacerse cargo de la prenda.

-Está en su habitación, señorita, y en buena compañía -comentó con una sonrisa.

Lauren le dio las gracias y avanzó por el hall hacia la escalera de blanco mármol de Carrara. Resultaba fácil olvidar que se trataba del interior de un gran rascacielos y no el de una fastuosa mansión rodeada por un espléndido jardín. La ostentosa vivienda era una de las muchas evidencias externas del poder de los Hernández. Desde hacía décadas, eran los abogados con más influencia social y política de todo Nueva York, como si la profesión formara parte de la herencia que iba pasando de una generación a otra.

Pero a Lauren ni la fastuosidad ni el poder la impresionaban. Sus necesidades y su ego se alimentaban de cosas más simples y reservadas.

Subió apresuradamente los peldaños, con una expresión radiante en el rostro. Redujo el paso cuando oyó voces y risas y se acercó sigiloso al dormitorio. La puerta estaba entreabierta. La empujó ligeramente con la punta de los dedos y se quedó quieta, observando. La estancia azul era una fiesta, con grandes cajas abiertas en el suelo, telas brillantes sobre la cama, gasas que pasaban de unas manos a otras, flores, zapatos. Apoyó el hombro en el marco de madera, se cruzó de brazos y siguió curioseando sin que repararan en su presencia. Sonrió mientras las contaba: diez. Eran diez las damas de honor que su querida Ally deseaba tener cerca mientras pronunciaba el sí quiero y se convertía en su esposa.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora