44- Cuando ya no Estés Aquí

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Durante años, Lauren se había acostumbrado a escribir al ritmo en que las historias surgían de su mente. Sin que fuera consciente del cansancio, se detenía sólo cuando el flujo de ideas perdía fuerza y éstas dejaban de servirle. Ahora, por primera vez era distinto. Se centraba en la historia mientras la mujer a la que amaba dormía y, apenas la sentía despertar, cerraba el cuaderno y corría a su lado a emborracharse con su ternura.

Era primeros de septiembre. Los días se acortaban en beneficio de las noches, que les robaban las horas, y una luz apagada y dulce llenaba las tardes en las que se comenzaba a vislumbrar la llegada del otoño.

Y fue durante una de esas últimas tardes de verano cuando ella, tumbada en el balancín y con la cabeza apoyada en sus piernas, se atrevió a decirlo.

—Me gustaría leer lo que llevas escrito.- Lauren rió ante su impaciencia.

—Tendrás que esperar a que la novela esté terminada y publicada —bromeó feliz—, y comprarla como el resto de mis ansiosas fans.

—Pero... aún faltan meses y no sé si estaré aquí entonces.

La sonrisa de Lauren desapareció. Ella, con una simple frase, la había enfrentado a la cruel posibilidad de la que nunca hablaban. Y sólo el murmullo del viento se atrevió a romper el silencio con el que se miraron, compartiendo el dolor de perderse.

—No digas eso —rogó Lauren,

—Pero es una realidad que...

—¡No es una realidad! —gritó—. No es una realidad y tú menos que nadie deberías decirlo —le reprochó, apartándola para ponerse en pie.

Bajó aceleradamente los escalones del porche y se alejó por el prado cubierto aún de minúsculas flores blancas de verano. Las lágrimas que retenía en los ojos no le dejaban ver hacia dónde caminaba. Pero un cielo despejado se reflejaba en las aguas tranquilas del lago y ella siguió la dirección de aquella grande y borrosa mancha azulada.

Cuando reparó en que pisaba el sendero en el que la vio por primera vez, ya no pudo retener las lágrimas. Las dejó brotar con libertad mientras volvía a recorrer aquel paseo que tantas veces hicieron juntas, buscando esa vez un lugar alejado. Necesitaba gritar su desesperación donde no fuera oída; donde no hiriera a nadie, salvo a sí misma; donde, por una vez, pudiera permitirse la licencia de llorar hasta quedarse seca.

Poco a poco, el llanto y el padecimiento fueron agotando su cuerpo y su alma, y el cansancio fue a su vez serenándole el espíritu. Comprendió que Camila estaba en su derecho a tener horas bajas, incluso días o semanas. Era ella quien no debía desfallecer y menos aún enfadarse y gritarle, anteponiendo su propio dolor al suyo. Ella se sentía débil y apenas comía gran cosa. Y, por si eso no fuera suficiente, había observado que vomitaba a menudo y que se lo ocultaba para no preocuparla. ¿Cómo iba a tener fuerzas? ¿Cómo pretendía que tuviera confianza en el futuro? Miró a lo lejos, hacia la casa que se perfilaba sobre la frondosidad del bosque de hayas. No la vio en el porche. Resopló y aguardó a que la congoja dejara de desgarrarle la garganta antes de regresar a buscarla.

La halló en la habitación, tumbada en la cama, con la ventana entreabierta y la mirada perdida en el movimiento con el que la brisa agitaba el delicado visillo. Se acostó a su lado y cuando advirtió que había llorado se le acrecentó el amargo sentimiento de culpa.

—Lo siento, mi amor —susurró—. Perdona mi estúpida reacción.

—No quería herirte —respondió ella, y el marrón de sus ojos volvió a llenarse de mar—. Pero no deberíamos evitar hablar de esto. Negándonos la realidad no conseguiremos cambiarla.

—No es necesario cambiarla, amor mío —le aseguró con dulzura—, porque la realidad es que esta tarde, mañana, pasado o la semana que viene nos llamarán para hacerte ese trasplante. Ésa es la realidad que nunca debes olvidar.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora