13- Denver

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A primera hora del lunes, tan nerviosa como si se dispusiera a atracar un furgón blindado, Lauren tomaba un vuelo a la ciudad que durante cuatro días sería la más protegida de Estados Unidos. Cuatro días con sus cuatro noches en las que la habitación de Camila y la suya estarían separadas por unos pocos metros de pasillo... o tal vez por ninguno. Y no dejaba de ser curioso que hubiera sido su propio marido quien la hubiera situado tan cerca, al pedirle que ocupara una de las habitaciones de la última planta del Ritz Carlton, reservada al completo para el equipo y la comitiva política. En una ciudad en la que desde hacía meses no quedaba ni una sola plaza hotelera libre, la otra opción hubiera sido hospedarse en alguna población colindante. Y eso era muy diferente a lo que había imaginado.

Al salir del avión, le sorprendió que la tripulación, además de despedir a los pasajeros con el habitual «gracias por haber volado con nosotros», los felicitara porque fueran a ser testigos de un capítulo de la historia de los Estados Unidos de América. Ésa era una parte de la «perfecta maquinaria interna» de la que le había hablado el senador. Y si habían cuidado un detalle tan simple como ése, consiguiendo la cooperación de las compañías aéreas, le costaba imaginar con qué iba a encontrarse tras recorrer los treinta y cinco kilómetros hasta la ciudad de Denver.

Comenzó a hacerse una idea cuando encontró al enviado de Stephen aguardándola a pie de escalinata y no en el interior del aeropuerto, como lo hubiera hecho cualquier otro mortal, y unos metros más allá, pegado al edificio de la terminal, un Mercedes negro con los cristales tintados y un chófer con traje oscuro abriéndole la puerta trasera.

—Espero que se encuentre bien entre nosotros —dijo el que se presentó como asesor de campaña, cuando tras rodear el aparcamiento y tomar la salida del este, dejaron a su derecha el aeropuerto y su irregular techo blanco que imitaba las montañas Rocosas nevadas en invierno—. De lo contrario, el senador cortará unas cuantas cabezas, comenzando por la mía. —Rió, seguro de que no le daría motivos para hacerlo.

Era extraño. Las facilidades que el político le estaba proporcionando para que su estancia fuera perfecta, cuando su única intención era verse con su esposa, se le hacía raro, incómodo. Ése no era su estilo, pensó una y otra vez mientras el potente automóvil devoraba kilómetros de agrestes tierras. No era su estilo y no le gustaba lo desleal que comenzaba a sentirse.

—¿También os habéis traído a la Policía Montada? —preguntó, ya en la ciudad, al ver agentes uniformados patrullando a caballo junto al estadio de béisbol Coors Field.

—Es la del estado vecino de Wyoming. La seguridad aquí es extrema. El servicio secreto federal ha diseñado el plan y ha organizado a más de sesenta departamentos federales, estatales y locales —detalló con orgullo—. No queremos atentados terroristas, pero tampoco el más mínimo altercado callejero.

—¿Con qué seguridad cuenta el hotel? —preguntó ella, sin dejar traslucir que el interés era muy personal.

—La más perfecta que pueda imaginar y que merecen las grandes personalidades que se alojan en él durante estos días. Y ya que mencionamos la seguridad, recuérdeme que debo entregarle una acreditación para que pueda acceder sin problemas a la planta restringida.

—Esto es mucho más que una convención de partido —afirmó, ausente ya de la conversación cuando el coche giró a la derecha, hacia Curtis Street, y apareció ante sus ojos el edificio blanco con cristales oscuros del Ritz Carlton.

—Exacto. Éste es el momento en el que la popularidad del candidato tiene que dar un salto de un buen número de puntos, y tiene que hacerlo con el discurso de una noche. Ése es su principal objetivo, aunque para sus estrategas también es importante que marque la diferencia con su rival republicano, Frank Murray, en temas cruciales para los estadounidenses, como la economía y la seguridad nacional.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora