El martes, segundo día de convención, se extendió el rumor de que el congresista Patrick Kennedy, hijo del que fuera baluarte del ala liberal del partido, Edward Kennedy, aparecería para mostrarle su apoyo a Thompson, y los miembros de la prensa anduvieron especialmente revolucionados. No era humanamente posible asistir a los actos del Pepsi Center y estar al pie del cañón en el hotel, pero quienes contaban con más medios pudieron cubrir ambos frentes. Dinah optó por el Centro de Convenciones, confiando en que si el esperado Kennedy aparecía por la ciudad, se dejaría ver por allí, o incluso pronunciaría un discurso no programado.
Lauren se dedicó a deambular por el otro extremo de la ciudad, donde las medidas de seguridad eran menos asfixiantes y no debía estar mostrando su acreditación a cada paso. Aunque evitarlas no había sido lo que le llevó a alejarse.
Había pasado casi toda la noche en vela. Saber que le separaban de ella tan sólo unos metros de pasillo y algunos escoltas se había convertido en su tormento, en su obsesión. Y, una vez levantada, ni siquiera el murmullo siempre absorbente de la televisión consiguió que se la quitara del pensamiento ni de las retinas. Pues, esa mañana, ella era la noticia. Ella y su fantástico discurso con el que, como ya auguró Keana, había enamorado a media nación. Pero no pudo evitar saltar con insistencia de una cadena a otra, a pesar de saber que, durante ese día completo, ella las coparía todas.
Nunca debió pisar aquella ciudad; nunca debió empeñarse en volver a verla. Al hacerlo, sólo había conseguido fortalecer la obsesión con que llevaba meses recordándola, en especial cada vez que había hecho el amor con Ally.
Con ese sentimiento de impotencia desesperada por no poder volver atrás y deshacer lo hecho, quiso alejarse del ahogo de banderas y símbolos demócratas que le recordaban su maldito error y a ella. Pero en cuanto entró en el taxi que lo llevaría hasta la tranquila zona sur de la ciudad, la cálida voz con que ella había contado en el Pepsi Center su historia de amor con el senador, volvía a sonar a través de la radio encendida del taxista. Y, asaltada por los mismos celos que la habían mortificado al oírselo decir por primera vez, supo que fuera donde fuese la llevaría con ella. No únicamente ese día, sino tal vez todos los días del resto de su vida.
Ni un simple café pudo tomarse sin que Camila estuviera presente en la televisión o en las conversaciones de quienes la rodeaban. Tampoco durante el simple gesto de recorrer las aceras pudo ignorarla. Cada vez que se encontró con un expendedor de periódicos, le costó resistirse a meter unas monedas y hacerse con uno. Lo que no pudo evitar, fue detenerse a mirar su foto en las primeras planas y leer los grandes y elogiosos titulares.
Por la tarde, cuando entró en el taxi que la llevaría de regreso al Ritz Carlton, sintió alivio al comprobar que el taxista no llevaba encendida la condenada radio. Tras dar la dirección, se acomodó en el asiento trasero, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos para disfrutar del silencio.
Y fue entonces cuando notó lo cansada que estaba, de cuerpo y alma. Llevaba todo el día tratando de apartarse de ella cuando, en verdad, era verla lo único que ansiaba. Y ella, que no estaba acostumbrada a luchar contra sus propios sentimientos ni sus deseos, nunca imaginó que batallar contra una misma fuera tan agotador como baldío.
—Así que está aquí por la convención —trató de conversar el taxista. Lauren apretó los párpados y maldijo para sí.
—No me interesa la política. Estoy aquí por trabajo —comentó con la esperanza de que el hombre cambiara de tema o directamente guardara silencio.
—Pero veo que se hospeda en el hotel de los políticos. Imagino que habrá visto a alguno importante. —Se detuvo en un semáforo y aprovechó para mirar a su pasajera—. ¿Oyó el discurso que dio ayer la señora Thompson? Ese tal Stephen tiene con ella una gran baza. Es lista, joven, guapa. Eso le dará más votos, ¿no cree?
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Donde Siempre es Otoño (Camren)
FanfictionAún tuvo fuerzas para gritar al sentir que le rompían los dedos de la mano derecha. No podía moverse. Ni siquiera para hacerse un ovillo y proteger su magullado cuerpo por si aún no se habían cansado de golpearlo. Derrumbada en el suelo de la Rivera...