23- Cielo de Nubes Negras

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El paso de los días le demostró a Lauren que todo podía empeorar, que aún podía desear a Camila con más intensidad y necesitarla con mayor desesperación.

Celebraba que Ally hubiera encontrado escape a una situación que no entendía, dedicando más tiempo a colaborar con instituciones benéficas. Eso la hacía sentirse más satisfecha, lo que se traducía en que le exigía menos explicaciones y en que ella misma perdía el control con menor frecuencia.

Tal vez ésa era la forma en que iba a transcurrir el resto de su vida: sin grandes emociones, sin más noches apasionadas. Poseyendo a su esposa para remediar el deseo que pensar en otra le provocaba, y pensando en la otra para provocarse deseo cuando su legítima esposa le exigía que cumpliera con sus deberes matrimoniales. Ya ni siquiera podía pasar unas horas de puro sexo con cualquier mujer sin nombre. Lo había intentado durante meses, con todas sus fuerzas, incluso buscando alguna que se pareciera a Camila en las suaves ondulaciones de su cabello negro, en sus hermosos ojos marrones o simplemente en su cuerpo menudo y perfecto. Y la culpaba a ella, que le había robado, no sólo la paz, también esa parte de sí que hasta conocerla le había proporcionado puro y simple placer cada vez que había querido.

No sabía que la agonía que arrastraba iba a aumentar ese domingo, durante el almuerzo en casa de los Hernández.

Los anfitriones ocuparon los dos extremos de la mesa en el comedor principal. Ally y Lauren se sentaron en el centro, una frente a la otra, como hacían desde la primera vez que Lauren fue invitada a esa casa. Mientras les servían el rosbif con salsa de melocotón, plato preferido del refinado paladar de su suegro, contempló la dulce belleza de su esposa y recordó otros momentos pasados en ese comedor. Pensó en las veces que, al cobijo del largo mantel de la mesa, ella había jugado a excitarla mientras Jerry le hablaba de abogados, políticos o banqueros.

Ella siempre había sabido cómo estimular su vena lujuriosa; cómo complacer esa necesidad, a menudo insaciable, de sexo. Había sido la compañera perfecta, dulce, tolerante y cariñosa desde que abría los ojos cada mañana; complaciente, ardorosa y ávida más veces al día de las que alguien que no viviera de respirar sexualidad hubiera podido soportar.

Añoró todo eso y maldijo la noche en que pensó que seducir y poseer a la desconocida del lago sería una excitante y gozosa experiencia.

—La semana próxima celebraremos una cena en honor del senador Thompson y su esposa en nuestra casa de Los Hamptons —dijo de pronto Jerry—. Las fiestas sociales son un buen método para recabar apoyos y financiación para las campañas.

—¿Y nos lo dices con tan poco tiempo? —lo reprendió Ally, consternada, mientras Lauren se quedaba sin sangre en las venas—. ¿Quién va a diseñarme un vestido en cuatro o cinco días?

—Para una ocasión como ésta, quien tú elijas, cariño —opinó Patricia—. Será una noche con invitados influyentes y poderosos y los mejores diseñadores se pelearán por confeccionarte el vestido.

Desde el instante en que oyó nombrar al político y a su esposa, Lauren dejó de escuchar. Sólo podía pensar en que, en unos pocos días, volvería a verla. Rodeados de gente, probablemente también de periodistas y fotógrafos ante los que no tendría ocasión de tenerla demasiado cerca. Pero la vería y, de momento, con eso le bastaba. Le bastaba a pesar de saber que el tormento en el que se estaba consumiendo su vida se convertiría en mortal agonía en cuanto volviera a poner sus ojos en ella.

—El senador está muy satisfecho con el discurso que le escribiste —comentó Jerry, dejando claro su poco interés por asuntos de ropas y diseñadores—. Lo está utilizando en todos los estados, cambiando algunos pequeños matices, por supuesto. Como bien sabes, lo que en el sur es blanco, en el norte debe ser gris tirando a negro si quieres triunfar.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora