2- La Mujer del Lago

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-Regresa, regresa, regresa... -suplicaba, sin apartar la mirada de la senda, al cuarto día de frustrada soledad. Se negaba a pensar lo que iba a hacer si no aparecía y, a pesar de ello, no lograba impedir que la callada preocupación fuera royéndola por dentro.

Seguía la misma rutina de siempre con la esperanza de que eso la ayudara. Se levantaba con el alba y disfrutaba de un paseo por el bosque, cada vez más desnudo de hojas y con un tenue olor a invierno. Le apasionaba salir temprano, cuando la niebla era más cerrada y el frío le penetraba hasta los huesos haciéndole sentir intensamente viva. Después regresaba al calor de la casa, donde se daba una larga ducha que la desentumecía, y se tomaba un primer café, preparándose para enfrascarse en la novela.

Pero ni aun siguiendo ese ritual de años encontraba las palabras que necesitaba para llenar sus cuadernos.

Esa tarde, con el cielo encapotado y un frío mordiente, aguardó en su dormitorio sin ninguna esperanza de verla, pero sin apartarse de la ventana, con los cansados ojos fijos en el punto entre los árboles donde la había descubierto otras veces.

-Tienes que aparecer -decía sin convencimiento-. Seas quien seas, tienes que aparecer.

De pronto, se acercó hasta rozar el cristal, su semblante se iluminó y media sonrisa se le dibujó en los labios.

Ella estaba allí, encogida bajo su gran jersey gris y caminando despacio. El ramaje del gran arce de la loma, entre la casa y el lago, se interponía y no le dejaba verla con claridad. Tenía que bajar cuanto antes.

Salió veloz del cuarto y corrió escaleras abajo. Resollaba cuando alcanzó el porche, más por la emoción que por el intenso pero breve esfuerzo físico que había realizado. Se asió a la barandilla y la buscó con la mirada, a un lado y a otro, repitiendo con agitada alarma el mismo gesto.

Ya no había rastro de la mujer, pero Lauren estaba segura de que no la había imaginado como le había ocurrido otras veces durante sus desazonadas esperas.

Descendió los tres peldaños y avanzó por la densa hierba silvestre en dirección al lago, preguntándose cómo podía nadie esfumarse en unos pocos segundos.

El último tramo hasta el camino lo hizo de nuevo a la carrera y al llegar se detuvo en seco para otear hacia los lados como si su vida dependiera de que la encontrara en ese preciso momento.

-¿Busca a alguien?

Dejó escapar el aire al oír la voz a su espalda. Se volvió, sonriendo con la misma torpeza con que se había expuesto a esa incómoda situación.

-Éste no es el mejor lugar para encontrar vida humana -respondió frotándose con suavidad la nuca mientras también ella sonreía, apoyada en un viejo y grueso roble.

La aturdía mirarla, pero aun así no dejaba de hacerlo. Era tal y como la había descrito en su cuaderno: cabello negro, brillante y sedoso como los rayos del sol; ojos marrones profundos como el mismísimo mar; labios rosáceos de aspecto aterciopelado y sonrisa seductora.

-Eso mismo pensé mientras hacía la maleta para venir a pasar unos días, que no encontraría a nadie.

La vio ahuecarse el pelo con el extremo visible de sus delgados dedos y se preguntó cuánta semejanza tendría con su heroína de papel y tinta.

Lauren se mantuvo a distancia y hundió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Tan ensimismada estaba, grabándose cada uno de sus gestos, que ni siquiera notó que el frío hiriente que hacía un rato la había empujado a esperarla bajo techo, ahora le laceraba la piel a través de la camisa de manga larga. Ni siquiera lo pensó cuando vio que ella cruzaba los brazos y se encogía buscando abrigo.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora