28- Lluvia en el Alma

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—¿Y cómo están las cosas por ahí? —preguntó Camila.

—Bien —respondió Stephen sin mucha emoción—. Seguimos trabajando duro, alrededor de catorce horas diarias, pues cada nuevo voto que podamos conseguir cuenta, pequeña. Cada voto cuenta.

—¿Y el resto? —preguntó, dispuesta a llegar hasta el final—. Hay algo que no está bien, Stephen. Te lo vengo notando desde ayer. ¿Qué pasa? Y no me digas que nada.

—Es que es nada, pequeña. Nada que no esperáramos. Chismes de periodistas desocupados y dispuestos a cualquier cosa porque aparezcas en sus páginas. La gente te adora y ellos quieren su parte del pastel.

Se acercó a la ventana y contempló la llovizna leve que comenzaba a perlar las hojas de los arces. Se animó al pensar que el paseo de esa mañana lo haría en compañía de la dulce y bienhechora lluvia.

—Chismes por mi ausencia —dijo, obviando los comentarios con los que había pretendió halagarla.

—Sí, pequeña. Por tu ausencia. Lo que me hace hervir la sangre son las abiertas insinuaciones sobre tu infidelidad. —Echó una fugaz mirada a los periódicos que había arrojado al suelo con rabia antes de llamarla—. ¡Condenados malnacidos!

—Lo que debe importarnos es que no perjudique a tu imagen en este momento tan importante. —Apoyó la frente en el cristal, cerrando los ojos—. Haz lo que creas conveniente para que eso no ocurra. Si quieres que contemos...

—¡No! —Su respuesta fue rápida y tajante—. Ya decidimos lo que queríamos hacer. Unos pocos impresentables no van a dirigir nuestras vidas.

—Pero si esto puede afectar a tu campaña...

—Pequeña mía, a estas alturas se tendría que producir un cataclismo para que yo no ganara la presidencia —dijo con presunción—. Deja de preocuparte y descansa.

Camila suspiró resignada. Él era quien entendía sobre elecciones, quien tenía asesores personales, quien sabía qué cosas lo perjudicaban y cuales le hacían más fuerte.

—¿En qué hotel estás desayunado hoy? —dijo, tan sólo por cambiar de conversación.

—Lejos. Muy lejos, pero esta tarde estaré en Washington. Mañana asistiré a un acto en la universidad y eso me permitirá recuperar fuerzas en casa durante dos días.

—Yo debería estar también ahí para ayudarte.

—Tú debes estar donde estás, pequeña. Cuídate, toma ese aire que tanto te gusta y ponte guapa, pues falta poco para que te conviertas en la flamante primera dama de los Estados Unidos de América.

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Un paseo bajo la agradable llovizna en un Crystal Lake dorado por el otoño. Satisfecha, Camila extendió los brazos y se preguntó si podía pedirle más a la vida.

La mujer a la que amaba abrazándola desde la espalda, se respondió, al recordar la lluvia torrencial que las empapó a las dos en Baltimore. Pero sabía que ése era un deseo imposible de cumplir; un deseo que se avivaría cada vez que viera llover o brillar el sol, cada vez que el viento le agitara el pelo y le soplara en la nuca, cada vez que el otoño dorara las hojas de los árboles, cada vez que se acostara, cada vez que abriera los ojos a una nueva mañana. Pensó que el deseo de que su mujer llegara de improviso y la abrazara para no volver a soltarla, iba a ser eterno, porque nunca llegaría a cumplirse.

Un día más, el largo paseo la llevó junto al lago. Y un día más, volvió los ojos hacia la acogedora casa de Lauren para imaginarla en el porche, observándola desde el otro lado de la baranda de madera.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora