Un rojo y frío amanecer la recibió al descender del avión en el aeropuerto internacional de Baltimore. Impaciente, se abrió paso entre los pasajeros más adormilados para encontrar la consigna y dejar allí su equipaje de mano. Después, entró en uno de los servicios de damas.
La tarde del día anterior, desesperada y sin tener esa vez contra quien volcar su dolor, había llamado a la compañía aérea para conseguir un pasaje en el primer vuelo a Baltimore. Después, mientras sacaba de los cajones lo más básico que se llevaría a ese repentino viaje, había llamado a Dinah para que le diera los datos precisos que necesitaba para encontrarla.
No había dormido. Y ahora se sentía un despojo.
Se acercó al lavabo, abrió el grifo y se inclinó para empaparse la cara con las manos llenas hasta que el frío terminó de despejarla, aunque no era el sueño ni el cansancio lo que la hundía, sino la angustia que la encogía por dentro.
Arrancó una áspera toallita de papel del expendedor y se secó, mirándose al espejo. Estaba horrible, con unas profundas y sombrías ojeras y sin maquillaje, pues hacía mucho que había dejado de preocuparle su aspecto.
El recinto médico del hospital Johns Hopkins constaba de un conjunto de edificios construidos sobre más de diecisiete hectáreas de tierra del centro de Baltimore. Perfilada en la silueta de la ciudad, contra el horizonte, se podía apreciar una de sus marcas inconfundibles: la hermosa cúpula victoriana del edificio original del hospital. Lauren la había admirado como la fascinante obra arquitectónica que era, mientras recorría la ciudad al lado de Camila. Sin embargo, esta vez, contemplarla desde el taxi que la acercó al hospital le había llenado los ojos de lágrimas.
No trató de verla. Sabía que el personal del hospital no le daría información, menos aún la planta y el número de habitación en que se encontraba. Le pareció más prudente no llamar la atención. Ocupar un discreto asiento desde el que pudiera controlar la entrada al edificio y el ir y venir de la gente en los ascensores, mientras rezaba para que la suerte estuviera esa vez de su parte.
Habían transcurrido tres horas de impaciente espera cuando algo cambió. Las puertas de uno de los ascensores se abrieron y dos hombres con aspecto de gánster o de guardaespaldas salieron y flanquearon los costados. Lauren aguzó la mirada y contuvo el aliento hasta que vio salir a otro tipo al que conocía bien, porque había probado la cruda dureza de sus puños, y, tras él, la figura impecable y distinguida del senador, con gesto cansado tras haber acompañado durante toda la noche a su esposa.
Se quedó quieta, comprobando si Dinah tenía razón y el senador tardaba en regresar sólo el tiempo que le llevara tomarse un café, pero dispuesta a aguardar el día entero si fuera necesario.
Una hora después, lo vio entrar de nuevo en el recinto, vestido con ropa diferente y con aspecto de recién afeitado. Tragó saliva sin moverse y siguió con la mirada sus pasos hasta que desapareció, junto con sus escoltas, en uno de los ascensores.
Entonces se acercó, despacio y procurando no destacar, con los ojos clavados en los números luminosos que indicaban el piso por el que el elevador iba ascendiendo. Soltó todo el aire de golpe cuando vio que se detenía en el número cuatro.
Entró en otro ascensor. Los dedos le temblaban cuando pulsó el botón de la cuarta planta y aún no había conseguido controlarlos cuando salió y se encontró con la frustración de verse ante dos pasillos, ante dos direcciones. Se internó en el primero y maldijo al avistar a un par de sanitarias empujando un carro de limpieza. Tuvo que contenerse y no correr hacia el segundo pasillo, consciente de que sólo tendría una oportunidad y de que no podía malgastarla con su impaciencia.
Una mezcla de alivio y de temor la invadió al ver, casi al fondo, a los escoltas conversando frente a la puerta de una de las habitaciones. Y sin detenerse a pensar en lo que haría al tenerlos delante, avanzó con paso rápido y seguro. Los tres hombres se volvieron a un tiempo, pero fue tropezarse con la mirada de quien lo molió a golpes lo que hizo que una corriente gélida le recorriera la columna vertebral. Siguió andando, hasta que los tres agentes le cerraron el paso y la mano abierta de Adam le impactó en el pecho, deteniéndola en seco.
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Donde Siempre es Otoño (Camren)
FanfictionAún tuvo fuerzas para gritar al sentir que le rompían los dedos de la mano derecha. No podía moverse. Ni siquiera para hacerse un ovillo y proteger su magullado cuerpo por si aún no se habían cansado de golpearlo. Derrumbada en el suelo de la Rivera...