Una intensa investigación hizo que las sospechas pasaran a convertirse en una certeza que debía manejar con cuidado: las empresas, a pesar de estar debidamente registradas, no existían, pero las tres habían cobrado cantidades escandalosas a las mismas grandes compañías y hasta el último dólar había terminado en las arcas destinadas a la campaña de Stephen. Cada nuevo dato que descubría iba fortaleciendo su sospecha de que Jerry estaba tan metido en el asunto como el propio político. Y eso la llevaba a pensar en su esposa, en Camila y en el sufrimiento que les iba a provocar si seguía indagando. Porque, a pesar de las dudas y de los miedos, era consciente de que había alcanzado un punto donde ya no podría detenerse.
Por las noches se centraba en el relato que le había prometido a Ally, tal vez en un intento inútil de dejar, aunque fuera durante unas pocas horas, de dar absurdas vueltas a la investigación y a las imprevisibles consecuencias que todo eso tendría en las dos mujeres que, quisiera reconocerlo o no, eran el centro de su vida. Desde el instante en que se enfrentó al cuaderno en blanco dispuesto a escribir una simple y breve narración, su alma y sus dedos volaron sobre el papel, plasmando la de la única protagonista posible. Y ante un temor irracional a que alguien pudiera identificarla, la llamó sencillamente Eli, haciéndola de ese modo tan suya como nunca había sido.
Y noche tras noche, mientras Ally la esperaba en la cama hasta que se quedaba dormida, Lauren fue plasmando su amor y su desesperanza en una historia muy diferente a todas cuantas había escrito. Pues, sin ser consciente de que lo hacía, a ésta la fue impregnando de su propia tristeza, de su propio dolor y, a veces, hasta de las lágrimas con que humedeció las hojas en las que trazó los párrafos que rezumaban mayor soledad y desengaño.
Las últimas noches las pasó contemplando la blancura de la última página, incapaz de escribir el desenlace de esa dolorosa historia que siempre llevaría inconclusa en el corazón.
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No le resultó fácil contenerse durante el almuerzo en el distinguido restaurante del chef francés Alain Ducasse, en el hotel Saint Regis. Lauren estaba sumida en la investigación de una trama en la que Stephen y Jerry estaban implicados hasta el cuello y tenerlos enfrente, alardeando de que las encuestas daban al senador una significativa ventaja sobre su adversario, le hizo sentirse enferma. Al fin entendía por qué se reunían cada vez que el político se tomaba un descanso en la campaña o intervenía en un mitin cerca de Manhattan.
—¿Habéis leído el The New York Times de hoy? —preguntó Jerry—. La señora Thompson aparece en primera plana.
Un repentino e intenso hormigueo dejó a Lauren sin aire.
—Lo he visto —dijo el senador con orgullo, y citó textualmente el titular—: «La hermosa Camila ha enamorado a los neoyorquinos, que ya la consideran su primera dama.» Me lo advertiste, Lauren —le recordó—. Me advertiste que ella sería la primera en ganar las elecciones.
Ella sólo pudo asentir con la mirada, para después bajar los ojos ante la fugaz imagen de una hermosa Camila, vestida de azul, aclamada por una multitud mientras ella la admiraba extasiada desde las bambalinas del estadio.
—El periódico también habla de que no se la ha visto en los dos últimos mítines —dijo Jerry—. Espero que los motivos no sean de salud.
—Está perfectamente —aseguró Stephen tras tomar un trago de su bourbon—. Está pasando unos días de descanso. Las últimas semanas de campaña van a ser agotadoras, con días de varios actos en ciudades muy distantes entre sí. Es mejor que recupere fuerzas ahora que aún puedo prescindir de su presencia.
—Supongo que no lo hace en su residencia de Washington —comentó Jerry.
—Supones bien, pero no puedo especificarte dónde está. La perseguiría la prensa —bromeó satisfecho—. Camila no es mujer de asfalto —añadió ya más serio—. Ya has visto el enorme jardín que rodea la casa. Y en cuanto tiene ocasión, se pierde en la naturaleza, cuanto más abrupta y deshabitada mejor.
Crystal Lake, pensó Lauren al instante, sin saber si agradecer la intervención de su suegro o maldecirla. Pues, del mismo modo que la había estado matando el deseo de saber de ella, la necesidad de protegerse la había obligado a permanecer callada. Y ya nada pudo detener su pensamiento, que se centró en su mágico refugio de Nueva Jersey, más especial y más suyo desde los días en que lo recorrió a su lado. Y la imaginó de nuevo allí, disfrutando de un otoño sin ella, recorriendo esos senderos cubiertos por hojas doradas, probablemente acompañada por los pasos de otra persona a la que le estaría ofreciendo el inestimable regalo de su risa.
Se despidió en cuanto tuvo ocasión, segura de que le agradecían que los dejara solos antes de lo previsto, y se encaminó vencida hacia Perry Street.
«Ally», pronunció en un susurro tenue. Ella seguía siendo su salvación. Su única salvación.
La encontró en la terraza, medio adormilada sobre el grueso colchón blanco de la tumbona, recibiendo los cálidos rayos de sol con los que trataba de mantener el suave color dorado en la piel.
Miró alrededor, hacia los altos y emblemáticos edificios, hacia la despejada bahía del Hudson. Y cerró los ojos ante la culpabilidad que le provocaba no haber disfrutado nunca de toda esa belleza, de esa privilegiada paz en una ciudad acelerada como era Manhattan.
—No te he oído llegar —dijo de pronto Ally—. ¿Qué tal el almuerzo con papá y el senador?
Lauren se sentó en el borde de la tumbona y colocó las manos en los reposabrazos, a los lados del cuerpo de su esposa.
—Bien —respondió, mirándola de cerca—. Pero quería volver a casa. Una sonrisa de felicidad iluminó el rostro y los ojos de Ally.
—¿Me has echado de menos?
—Sólo una estúpida no te echaría de menos —susurró, mientras la consumía una profunda pena.
Ella seguía siendo el mismo ser dulce y confiado de siempre, fácil de contentar. Y también Lauren seguía siendo la misma mujer injusta con ella; antes, porque la engañó con innumerables mujeres hermosas y ahora, porque su mente, su cuerpo y hasta su alma pertenecían a una sola mujer que tampoco era ella.
Sólo una estúpida no la echaría de menos, sólo una estúpida ciega y egoísta buscaría en otros brazos lo que siempre podía encontrar los suyos. Sólo una estúpida la haría padecer como lo estaba haciendo, a pesar de que era ella la que, sin saberlo, le seguía rescatando de las sombras.
—¿Qué pasa, mi amor? —preguntó Ally cuando le vio la brillante humedad en los ojos.
No pudo soportar la tierna preocupación con la que le acarició las sienes. Se abrazó a ella, y se juró que la compensaría por cada inútil sufrimiento que le había provocado, por cada segundo que le había sido infiel, por toda esa interminable serie de cosas impagables que Ally le había dado y a las que ella nunca concedió el valor que merecían.
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Camila, sentada en el centro de la cama, con los pies encogidos bajo la falda, sonreía ante el entusiasmo con el que Stephen le hablaba de los últimos sondeos y de respetados políticos comprometidos con las causas ciudadanas, como Al Gore, que le estaban mostrando públicamente su apoyo. Saber que las cosas marchaban cada día mejor la ayudaba a no sentirse culpable cada vez que se tomaba unos días de descanso.
—Cuídate mucho, pequeña mía —le rogó él al despedirse—. Disfruta de esta soledad y este silencio que te gustan tanto.
Le gustaban el silencio y la soledad de Crystal Lake, era cierto, y desde que se había convertido en una mujer mundialmente conocida, que no podía moverse sin escolta, le gustaban aún más. No le molestaba demasiado ver la casa rodeada de agentes, pues cuando deseaba verdadera soledad, sólo tenía que salir a caminar por esos deshabitados parajes en los que era evidente que no necesitaba protección. Entonces volvía a sentirse la mujer que fue, la que cuando sentía frío se arropaba con un viejo jersey de Stephen, la que recibía la lluvia con los brazos abiertos, la que disfrutaba con emoción de las cosas sencillas.
Y volvía a ser, también, la enamorada que al llegar a la orilla del lago miraba hacia la casa de la escritora, como hizo mientras esperaba que ella estuviera observándola. Ahora, la seguridad de que no la vería aparecer era la que le confería el atrevimiento que necesitaba para acercarse al porche y hacer ese gesto de buscarla, aun sabiendo que esa nimiedad le provocaría recuerdos y la llenaría de pena.
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Donde Siempre es Otoño (Camren)
FanfictionAún tuvo fuerzas para gritar al sentir que le rompían los dedos de la mano derecha. No podía moverse. Ni siquiera para hacerse un ovillo y proteger su magullado cuerpo por si aún no se habían cansado de golpearlo. Derrumbada en el suelo de la Rivera...