La mañana del 6 de noviembre, Camila se vistió poniendo un cuidado especial. Quiso estar particularmente hermosa para ir del brazo de su marido al centro de votación en la ciudad de Washington, donde se encontraron con el gran despliegue mediático que esperaban. Después, siguió los acontecimientos por televisión, desde casa, mientras Stephen, que se había recorrido el país de punta a punta y ni siquiera para esa última jornada había previsto tomarse un respiro, seguiría en primera línea hasta que cayera definitivamente el telón.
Habían sido ocho días difíciles, recordaba tumbada en el sofá y mirando al techo. Especialmente para él, que tras el desplome brutal en los sondeos intensificó la campaña a pesar de saber que no tenía posibilidades de remontar, y pasó en vela noches enteras escribiendo nuevos discursos porque las palabras con las que hasta entonces se había dirigido a los votantes ya no podían ser las mismas.
Admiraba su fuerza, su seguridad, su templanza cuando las cosas no podían ir peor. Y le emocionaba que, tras el primer momento de flaqueza en el que se permitió llorar entre sus brazos, fuera él quien llevara toda la semana animándola a ella.
Se levantó y apagó el televisor para no seguir oyendo los resultados de la encuesta sobre la intención de voto que se efectuaba a pie de urna. No quería conocerlos hasta que no se hubiera reunido de nuevo con Stephen. Cuando las diferencias entre los candidatos eran muy ajustadas, se podía tardar hasta el amanecer, incluso hasta la tarde del día siguiente para entrever un claro vencedor. Ella tenía el presentimiento de que no tendrían que esperar tanto y que, antes de retirarse a dormir, su marido ya habría aceptado públicamente su derrota, con humildad, pero sin perder el legendario aire de dignidad de los Thompson.
—La escritora tenía reunidos datos más precisos y comprometidos que ésos —le había dicho Stephen aquella mañana caótica, refiriéndose a lo publicado por el The New York Times.
A ella, las piernas le habían temblado como si de pronto se le hubieran convertido en mimbres. Y si ya fue una gran sorpresa saber que Lauren había investigado la procedencia de los fondos de campaña, lo fue aún mayor saber que no había hecho nada con la información. Cualquier periodista habría dado la mitad de su alma por encontrarse con algo así que lo catapultara directamente al reconocimiento. Pero, además, Lauren tenía motivos personales para hacerlo: vengarse de la paliza que le habían dado por orden de Stephen y vengarse también de ella, pues, según sus propias palabras, le había destrozado la vida.
Le habría gustado saber por qué motivo se quedó de brazos cruzados después de haber invertido semanas o tal vez meses en investigar. Pero su marido le había dicho que no lo sabía. Y, de algún modo, intuía que lo había hecho por el amor que sentía por ella, para no ser quien le provocara ese sufrimiento.
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Llevaban días sin emitir una nueva imagen de Camila y la última la habían repetido hasta la saciedad, aunque a Lauren se le habría quedado igualmente grabada para siempre si la hubiera visto una sola vez: Stephen aclamado por unos pocos cientos de fieles seguidores, aceptando su derrota y disculpándose por los errores cometidos, y ella aferrada a su mano y mostrando que su amor y su fidelidad podían superar cualquier adversidad que la vida les pusiera enfrente. Había envidiado a Stephen mientras se exponía al mundo reconociéndose perdedor. Y lo había envidiado porque, a pesar de todo, seguía teniéndola a ella, que valía más que cualquier cosa que él fuera capaz de soñar.
Apretó los dientes y desahogó sus celos apretando con fuerza la pequeña pelota de goma con la que rehabilitaba los dedos. Abrir y cerrar, aflojar y comprimir eran los movimientos que practicaba, incluso mientras impartía charlas a los estudiantes. Y no lo hacía debido a que buscara una rápida recuperación. Lo hacía porque de alguna manera tenía que descargar su continuo sentimiento de frustración, de angustia por echar en falta a quien sabía que no tendría nunca.
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Donde Siempre es Otoño (Camren)
FanfictionAún tuvo fuerzas para gritar al sentir que le rompían los dedos de la mano derecha. No podía moverse. Ni siquiera para hacerse un ovillo y proteger su magullado cuerpo por si aún no se habían cansado de golpearlo. Derrumbada en el suelo de la Rivera...