2.2 - Primer turno

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La camiseta se pegó a los músculos todavía algo húmedos cuando se estiró para sacar un vino de la cava

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La camiseta se pegó a los músculos todavía algo húmedos cuando se estiró para sacar un vino de la cava. 

—¿Tinto o rosado? 

Me encogí de hombros.

—Te gusta el rosado.

Me miró de reojo. Esbozó una media sonrisa encantadora que quise borrar de su rostro.

—Y a ti el tinto —señaló.

Me fijé en la cava para evadir esa curva en sus labios que se sentía escalofriantemente propia de Ángel y pude ver a través del cristal el espacio vacío que dejó la ausencia de esa botella entre las otras. Había elegido un merlot. 

Se había convertido en un pasatiempo detallar la figura de su espalda cuando me servía vino y preparaba crema para mis cerezas, sentada en un taburete detrás de la mesa de la cocina. Lo hacía cada vez que una pesadilla me mantenía despierta.

Dios santo, me perturbaba lo mucho que se esmeraba por hacerme feliz. 

Era como si hubiera habido un antes y después de Iris; era mucho más cuidadoso con lo que decía, temía a esa parte oscura de su personalidad que brotaba con la rabia y se esforzaba por pensarlo dos veces, o tres, o cuatro, para no dañarme a mí o a Leo. Incluso a Alessandro. Esa nueva cautela suya me tenía al vilo del taburete. Era diferente a ese aire encantador que brotaba de él por instinto con los desconocidos; esto no era instintivo, no era una sonrisa perfecta y una actitud complaciente, era una cautela astuta y silenciosa.

Era Ángel, y yo no estaba segura todavía de quién era ese.

El recuerdo de todas mis versiones de mí misma acechándome en mis pesadillas lo empeoraba, porque jamás había esperado que él también se encontrara frente a dos nombres en tensión por su persona. Solo que, en él, parecían complementarse más que luchar por el control. 

Uriel era el chico silencioso que esbozaba una ligera media sonrisa cuando algo debería haberlo irritado, era el que escuchaba y pensaba. Era el que observaba, y el que decía amar mi forma de observar.

Ángel era el que parecía haber descubierto que no le importaba en realidad la sangre, y el que usaba ese desinterés para compensar lo que a mí me importaba demasiado. Ángel era peligroso. 

Yo había aprendido tiempo atrás que los peores eran los que miraban a la sangre y no sentían nada

Me sobresalté cuando una copa se plantó frente a mí en la mesa. 

—¿Segura de que no quieres volver a la cama? —preguntó con cautela mientras colocaba en la isla de la cocina un bol de cerezas y otro de crema.

Me encogí de hombros mientras giraba la copa para airear el vino. El aroma del merlot flotó en el aire junto a ese perfume de vainilla que estaba impregnado ya en todas sus camisetas.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora