El hombre intentó huir. Chocó con la mesa de la pequeña sala y me dio tiempo para derribarlo, golpeándole la cabeza con la silla. Cayó con un gemido doloroso.
Quedó vulnerable en el suelo, buscando la forma de levantarse en la bruma de la probable concusión. Me acerqué por detrás con pasos tranquilos y jalé su cabello, doblándole las piernas de un golpe detrás de las rodillas, que cedieron como si estuviéramos en una iglesia y tuviera algún santo al que rogarle, pero no había ni santos ni ángeles que pudieran escucharlo.
Ahogué sus gritos con una mano enguantada y solté su cabello para apoyar la cuchilla contra su garganta. Entonces calló. Se paralizó como un cervatillo aterrado, con los ojos desorbitados, tan blando como un fideo pasado. No opuso resistencia cuando tiré para alzar su cabeza, donde tuviera una vista clara de la seriedad inalterable en mi rostro. Estiró el cuello, dejando su piel indefensa a la cuchilla. Sus súplicas se confundían en un llanto que callé de un nuevo tirón.
—Basta.
Los gemidos penosos continuaron a través de su boca cerrada. Sus súplicas eran casi aburridas, una réplica más de las que escuché tantas veces ya.
—Por favor —lloró a través del guante—, ¡te daré lo que...!
Deslicé la cuchilla en un movimiento veloz y lo solté para que su sangre no me salpicara. Se llevó las manos a la garganta y gorjeó un instante antes de desplomarse. Su corazón latió dos veces más, bombeando la sangre de su carótida como un disparo de pintura a la pared. Me alejé para no mancharme. Murió casi al instante, una muerte limpia y simple.
Me dirigí a la cocina para lavar las pocas gotas que ensuciaron la cuchilla. El agua del grifo llenó el silencio, acompañando el murmullo de la ciudad dormida: el ronroneo suave de motores distantes, combinados con alguna irrupción que coronaba el lugar, quizás ladridos o un bocinazo.
Me asomé al balcón. Los edificios de la ciudad centelleaban con los negocios que seguían abiertos a pesar de la hora, sobreponiéndose unos a otros en una competencia por quién se acercaba más a las estrellas, solo que estas eran indiscernibles, así que eran los mismos edificios los que tomaban su lugar y traían el cielo a la tierra. La calle estaba desierta, las ventanas encendidas no mostraban siluetas curiosas. Parecía un buen momento.
Daba igual si había testigos. En realidad, mejor si los había.
Tomé al sujeto por los brazos y lo arrastré, dejando un camino de sangre en el suelo. Jadeé por el esfuerzo que requirió cargar con su peso muerto por encima de la barandilla. Conseguí un breve descanso, con la mitad de su cuerpo colgando del exterior del balcón, y tomé sus piernas para echarlo del todo.
Me sujeté de la barandilla para verlo caer siete pisos. Apenas le di un vistazo de más antes de apartarme de la ventana, y salí del apartamento sin nada más que hacer.
En la planta baja, aproveché la conmoción para confundirme la multitud, caminando entre las sombras que sus cabezas amontonadas proyectaban en una noche iluminada por carteles insomnes. Escuché los murmullos horrorizados hasta que estuve demasiado lejos para oír nada en absoluto.
Ellos no entenderían, la policía vendría y haría la vista gorda, las noticias hablarían uno o dos días de ello y lo olvidarían. Daba igual, ese show no era para ellos.
El gran incendio había sacudido los cimientos del poder de Cherry; estabilidad y prosperidad, un reinado práctico que solo requería seguir los mandatos de su reina. Todo fallaba. Aquello por lo que ella se esforzó durante seis o siete años simplemente se desplomaba.
Mientras ella se ocupaba de lo importante, Alessandro y yo nos ensuciábamos las manos. Éramos un equipo a su servicio. Ese cuerpo sería el primero.
Si debíamos matar por ella, lo haríamos.
Nadie se metía con nuestra chica.
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Solvente de mariposa
Misterio / Suspenso[Esta es una segunda parte, lee la sinopsis at your own risk] Lo único de lo que se habla en la ciudad es del Gran Incendio. Tadeo es la cara del caos, sin importar cuánto lo niegue, y Cherry no está nada contenta con el asunto. Mientras tanto, Wal...