7 - Hacerlo bien

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Los soldados se abrían al paso de Valentino Pierre y se cerraban detrás, sobre mí, como si no pudieran verme

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Los soldados se abrían al paso de Valentino Pierre y se cerraban detrás, sobre mí, como si no pudieran verme. Una sombra. Un cero. La nada que lo seguía.

—Por aquí, vamos. Deben estar acabando ya.

A Valentino le gustaba hablar, a pesar de que yo apenas le había dirigido la palabra desde mi llegada. El silencio era una pequeña rebelión. Si no les ofrecía nada, no tenían nada que quitarme.

Caminamos sobre el suelo de concreto sucio hacia un ala del edificio designada para el entrenamiento —una de las pocas estructuras en las instalaciones que parecía una caja de zapatos— y se adelantó para empujar un par de puertas escondidas.

Pasillos.

Y más pasillos.

Y escaleras.

Parecía que en la base no había más que pasillos y escaleras.

Pasamos frente a salas repletas de soldados e instructores. Campos de tiro, de entrenamiento cuerpo a cuerpo, de obstáculos, un enorme salón en el que parecían estar evaluando a una chica en un...

¿Atrapa la bandera?

Mi extrañeza se disipó cuando capté el eco de los disparos.

—No te recomendaría quedarte ahí, Cero —dijo Valentino por encima del hombro—, a la mayoría no les agrada que te quedes viéndolos por aquí.

Desvié la mirada y me centré en él mientras se detenía frente a un par de guardias, a los que les presentó algo —una autorización, quizás—, y los uniformados me lanzaron una mirada adusta antes de hacerse a un lado y permitirnos pasar. Valentino asintió a la vez que se apresuraba por empujarme al interior, como si temiera perder la oportunidad por ir lento. Me aparté al sentir el mínimo roce en los omóplatos y mantuvo la mano flotando allí, sin tocarme.

—Está bien, está bien, solo apúrate —instó una vez adentro—. Markus es muy... eh... estricto.

Pero apenas pude oírlo sobre el ruido.

Decenas de cuerpos encaramados en el combate en el piso de abajo. Valentino nos había hecho entrar por el piso superior, en una pasarela dispuesta como un perfecto puesto de observación. Los sujetos de pruebas, en su mayoría mujeres, luchaban de a pares en cuadriláteros trazados con pintura blanca. Eran brutales las unas con las otras, fuerza y sangre salpicada en el suelo gris.

Y entre ellas, estaba Elizabeth.

Me detuve poco a poco, hasta encaramarme sobre la barandilla, que se me clavó en las costillas mientras mantenía las manos en los bolsillos, sin hacer amago de sostenerme. Tal vez, si no me sostenía, si me inclinaba en ese balance precario y peligroso, podría acercarme lo suficiente para entender lo que estaba viendo.

Sí, era Elizabeth, pero no lo era.

Tenía ese metro setenta que heredó de papá, esos ojos del color del bosque —color madera salpicado del verde grisáceo de Waldergifte—, el antebrazo derecho vendado por completo para proteger las heridas más profundas del incendio, pero hasta allí llegaban las similitudes.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora