3.2 - El despertar

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Gruñí cuando apoyé la pierna en el suelo para bajar de la camioneta

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Gruñí cuando apoyé la pierna en el suelo para bajar de la camioneta. El problema de tener un rato para descansar el peso que solía apoyar sobre ella, aunque fuera mientras conducía, era que volvía a sentir la punzada del disparo de Cherry.

Aunque quería estar furioso con ella, una vez que pasó el calor incendiario de mis venas y solo quedaron remanentes de una bala que no llegó lejos y la certeza de que esa chica se las arregló de alguna forma para convencerse a sí misma de mantenerme vivo, ya no pude sentir más que el eco de esa rabia del principio.

Cherry era extraña, tanto ella misma como los efectos que causaba en los demás mortales.

Tenía la certeza de que, quizás, solo quizás, en otra vida y en otro universo, podríamos habernos entendido.

«Pensé que tú comprenderías».

No quería comprender lo que fuera que la acechaba. La empatía, aunque fuera un quiebre fugaz y me cuidara de no repetirla, era peligrosa, me llevaría a un punto que tenía toda la intención de ignorar.

Así que avancé con una levísima renquera por el estacionamiento del hospital, donde Meg se sentó casi sin que tuviera que ordenárselo para montar guardia y esperar, y me esforcé por avivar la chispa del odio que esa herida debería haberme recordado.

Si no fuera porque ya no dolía, y yo no solía aferrarme al pasado.

Si no fuera porque, por obra algún misterioso benefactor al que mi madre había rezado la noche anterior, las cuentas estaban todas pagadas.

Si no fuera porque nadie me recriminó que no eran horas de visita.

Si no fuera porque debería haber estado muerto a ese punto.

Pero yo no le debía nada a Cherry. Yo no le pedí nada, ella hizo cada pequeño movimiento —estratégico, económico, destructivo, bondadoso— por su propia voluntad, incluso lo que rechacé, así que me negaba a sentirme en deuda con ella.

Incluso cuando supe, mientras las puertas del ascensor se cerraban en la planta baja y mientras se abrían en la tercera, mientras recorría el pasillo y mientras ingresaba a una habitación al final, mientras veía la atención con que una enfermera trabajaba junto a la camilla de mi hermana, que Cherry tampoco pretendía que me sintiera en deuda.

Algo en eso se trataba de ella.

Algo se trataba de mí.

Y algo, algo que no sabía identificar, se trataba de eso en lo que nos parecíamos.

Di un par de golpes con los nudillos en la puerta abierta para llamar la atención de la enfermera. La mujer volteó y me sonrió, fingiendo que todo estaba bien cuando me senté en la silla a un lado y abrí el libro que llevaba en la mano en una página marcada por un ticket de compra. Las páginas amarillentas amagaron partirse entre mis dedos grandes y callosos, pero seguía teniendo el toque cuidadoso de un artista, y se deslizaron con suavidad. Era tan viejo que el ojuelo de la biblioteca se desprendió del lomo. Me incliné para recogerlo. Al levantarme, la enfermera ya no estaba.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora