13.1 - Hermanos mayores

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Desde el fondo de la tienda podía ver a Anahí sentada al borde de la acera, con los patines puestos y una bebida energética en la mano

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Desde el fondo de la tienda podía ver a Anahí sentada al borde de la acera, con los patines puestos y una bebida energética en la mano. Meg estaba sentada junto a ella, imitando su postura desgarbada.

El gerente, mi propio tío, la miraba conmigo como a un animal en un zoológico. Era un hombre grande y robusto, como papá, con un carácter simpático que escapaba a mis genes. La camiseta turquesa con el logo de la tienda se estiraba en su torso pidiendo a gritos que dejaran de torturarla. Por la forma en que su mano apretujaba mi hombro, cualquiera podía imaginar de qué iba la conversación.

En especial mis compañeros, que cuchicheaban desde la caja lanzándonos indiscretas miradas.

—Yo de verdad quisiera no tener que hacerlo —decía con sincero pesar mi tío, manteniendo el tono bajo y la conversación entre nosotros—. Créeme, eres un chico listo y trabajas muy bien, o al menos eres mucho más útil que los inútiles de tus compañeros, pero no me dejas otra alternativa.

Con un gesto exasperado me sacudí para quitarme su mano de encima.

—Ya sé, ya sé —dije con desdén, poniendo los ojos en blanco—, ni siquiera saben atender el teléfono, pero yo la cagué. Ajá, lo tengo.

¿Qué más iba a hacer? ¿Discutir? Mis compañeros se pasaban la vida rascándose los huevos, y yo podía ausentarme alguna vez, pero ellos me cubrían y luego yo compensaba las horas perdidas, era el único que atendía el teléfono y que sabía solucionar los problemas más básicos que sus cerebros de maní no concebían.

Al parecer, usar los contactos de la gasolinera para conseguir combustible que nos sirviera para un incendio colosal era peor que ser un vago de cuarta.

La pena se había plantado en la expresión de mi tío cuando le di un apretón desganado y retomé en silencio el camino hacia el exterior. El teléfono comenzó a sonar y me acompañó durante todo el pasillo dos.

Y seguía cuando salí de él.

Y cuando iba a salir de la gasolinera.

Con los nervios a flor de piel me detuve ante la puerta abierta, con la que usaban un estúpido ladrillo como tope para no tener que presionar una y otra vez el miserable botón para desbloquearla, y giré furioso sobre mis talones.

—¡Atiendan el estúpido teléfono!

Mis compañeros callaron. Las sonrisas se congelaron en sus rostros en muecas incómodas. El silencio sepulcral que se hizo dentro de la tienda fue interrumpido por un nuevo timbre del aparato. Solté un gruñido exasperado y me largué, sin esperar nada más de ellos.

Pasé junto a Ana, que se hizo a un lado para evitar que la pateara por accidente. Distinguí ese brillo repentino en sus ojos; rabia compartida.

En un fugaz reencuentro con su fuego interno, se levantó de un salto y, con el mentón en alto, patinó hacia la entrada y pateó con el freno delantero el ladrillo que usaban como tope. Todos, incluido yo, dimos un brinco por la sorpresa.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora