12.1 - Sepulturas

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El cuerpo me dolía en las zonas más maltratadas, como los brazos, que de constante fueron víctimas de incontables agujas, o las costillas, que tuvieron que ajustar con cintas para mantenerme en la camilla durante los estudios que le hicieron a mi ...

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El cuerpo me dolía en las zonas más maltratadas, como los brazos, que de constante fueron víctimas de incontables agujas, o las costillas, que tuvieron que ajustar con cintas para mantenerme en la camilla durante los estudios que le hicieron a mi cerebro o las semanas de entrenamiento con Markus. Estar de regreso en España fue un alivio tan pronto como cruzamos la frontera, todavía más cerca de las nubes que del asfalto.

Papá pasaría un par de días más en Alemania, pero eso no implicaba gran libertad para Liz o para mí mientras nuestra madrastra siguiera haciendo las veces de vigilante. Lo tuve en claro el viaje entero. Pero era algo. Un par de días o semanas para cerrar mi vida sin causar revuelo antes de condenarme.

Fui la primera en bajar después de que Valentino aterrizara en el hangar privado de los Pierre. Él mismo nos invitó a llevarnos en su lujoso deportivo a nuestra casa. El chico había sido de las pocas personas afables que conocí en esas dos semanas, y supuse que era solo por la amistad de Liz y su hermano.

Su vehículo era elegante, un Mercedes limpio y bien cuidado de un color blanco que reflejaba el sol primaveral como oro. En el fondo, incluso eso me fastidió.

—Lo siento —se disculpó en cierto punto, cuando el silencio dentro del coche se le hizo insoportable—, pensé que regresaríamos antes al país.

Me encogí de hombros, a pesar del dolor muscular.

—No es tu culpa, descuida.

Había pasado casi tres semanas en Alemania, en especial porque habían decidido que no gastarían en un viaje en helicóptero solo por mí y que tendría que acoplarme a alguno ya establecido.

Él no habló más el resto del viaje, puso música en el reproductor y se conformó con tararear. Al llegar, Liz se retrasó para conversar con él en el auto y darme espacio. Yo prácticamente pateé la puerta para salir y correr de regreso a la casa.

Mi madrastra llevaba la misma sonrisa plástica en los labios.

—Bienvenida a casa, Elilia —dijo mientras yo la esquivaba—, ¿qué tal el viaje?

—Asqueroso —gruñí.

Al llegar a mi habitación, me dejé caer de rodillas en el suelo frente a la pecera, que descubrí con un rápido movimiento. 

Contuve el aliento, aunque ya supiera con qué me iba a encontrar.

Un angustioso calor me cubrió el corazón al encontrar sus cuerpos color cobalto flotando boca abajo, con sus aletas de ondeando como seda en el agua. Muertos. Me arrodillé frente a ellos, cual niña negada a aceptar la pérdida de sus mascotas.

Liz entró con cautela. Se quitó la chaqueta con movimientos lentos y la dejó colgada de la silla. Abrió la boca para decir algo, pero se arrepintió a la mitad. 

—No sabía que iba a tardar tanto, yo... —murmuré, con un hilillo de voz—. Quizás podría haberle pedido a alguno de mis amigos que viniera a alimentarlos.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora