17.2 - Peces de reemplazo

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Vomité hasta el amanecer

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Vomité hasta el amanecer.

Mi cuerpo no era más que una gelatina sin forma ni fuerza; era como si me hubieran drenado la sangre y cada respiración doliera en mi pecho entero.

Liz, a pesar de estar pálida como un muerto, se mantenía firme para cuidar de mí. Mojaba mi frente con un trapo mojado que yo solía usar para secar los pinceles. Su cabello castaño se le pegaba a la suya, empapada en sudor. Una diminuta mancha de sangre se había secado en su lóbulo.

—¿Cómo estás tan bien?

—Estoy acostumbrada—hizo una mueca dudosa—, aunque usó una frecuencia más alta de lo usual.

Gemí de dolor. Tanteé el bolso en el suelo en busca del teléfono. Su luz despertó las nauseas dormidas. Tuve tiempo de leer un solo mensaje antes de que me venciera mi mareo.

«¿A dónde fueron?».

El aparato se escapó de entre mis manos y aterrizó en el suelo, reflejando el haz de luz dorada que se colaba por la ventana. Enterré la cabeza en la almohada, esperando así también enterrar el mareo.

Me derretí durante horas entre las sábanas, incapaz de dormirme. Liz se había dado a la tarea de ordenar la habitación por su cuenta. Yo sabía que quería evitarme más problemas con papá, pero deseaba tener la fuerza para levantarme y detenerla. Se estaba convirtiendo en algo demasiado real.

El sol brillaba cada vez más, aunque yo creía que la noche debía estar a la vuelta de la esquina. Lo que creía que eran tres horas no eran más que media, los ruidos infernales eran apenas el roce de cosas silenciosas, el frío no era tan intenso.

Y el timbre, por más irritante que fuera, no era más que un zumbido lejano.

Papá apareció en el umbral, rígido e inalterable. Liz dejó las cosas de inmediato para erguirse en el asiento. Yo me incorporé también, recelosa, lenta; no quería darle el poder de acabarme de una estocada.

—Tus amigos vinieron a buscarte, vayan.

Fruncí el ceño. ¿Era una orden? ¿Después de lo que pasó en la madrugada?

—¿Quieres que vaya?

—Las dos irán —corrigió—. Tienes una hora, quiero que te despidas de ellos de inmediato, no pienso tener problemas solo porque un par de niños te reporten desaparecida o algo.

Si hubiera sido por él, yo sabría que los mandaría al diablo y se despreocuparía si me denunciaban como desaparecida, pero él tenía numerosos superiores que no habrían estado contentos con piedras en los zapatos.

—Una hora es poco para convencerlos de que no pasa nada raro.

—Tuviste dos semanas —replicó furioso—. Nos iremos en dos horas, hayas empacado o no. Arregla esto.

Dio un portazo, cortando toda posible discusión. Clavé las uñas en el colchón. Mi pecho temblaba de rabia e impotencia, mis oídos todavía escuchaban ese pitido irritante.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora