[Esta es una segunda parte, lee la sinopsis at your own risk]
Lo único de lo que se habla en la ciudad es del Gran Incendio. Tadeo es la cara del caos, sin importar cuánto lo niegue, y Cherry no está nada contenta con el asunto.
Mientras tanto, Wal...
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Regresé el día siguiente, y el siguiente, y el que le siguió a ese. Una semana más tarde, Liz ya no tenía que preguntar a dónde íbamos cuando salíamos de mis sesiones con la psiquiatra y la puerta de la casa de los Gavilán estaba abierta a la hora que llegábamos.
Era viernes. Anahí nos esperaba ya sentada en la entrada, con Mégara sentada junto a ella. Nos detuvimos solo para asegurar el candado detrás de nosotras. Apenas nos dirigimos la palabra cuando pasé; dejé que se encerraran en la habitación sin hacer preguntas mientras yo me dirigía directo al garaje. Tadeo había comenzado a dejar el portón abierto también para que yo pasara, sin que fuera suficiente para ver la calle desde dentro o que ingresara el viento primaveral, que aquel día estaba más fresco que de costumbre.
Tadeo estaba recostado en esa vieja silla suya, con las mangas arremangadas, dejando ver múltiples cicatrices irregulares en su piel tostada. Tenía los pies apoyados en una silla enfrentada a él, apenas en la esquina, dejando casi toda la superficie vacía. Apenas desvió la vista de su libro cuando entré, sin decir nada.
Dejé el bolso en la mesa.
—Hola —lo saludé.
—Hola.
Me senté en el lugar que sus pies me dejaron, acomodando los míos en la suya como un espejo. Tomé un bloc de notas que el día anterior había dejado y lo apoyé sobre mis piernas flexionadas, aprovechando el momento para leer el autor. Rubén Darío.
—¿Poesía?
—Ajá.
Deslizó la página.
—¿Me dejarás leer tus poemas alguna vez?
Como si le hubiera dado un repentino golpe, sus brazos se tensaron, notándose los tendones presionando contra una pulsera vieja.
—No los escribo para que otros los lean.
Quise insistir, pero noté en su incomodidad que había dado con un punto sensible. Comencé a bocetar sin decir más.
Y así, en silencio profundo, íntimo y cómplice, pasaron horas.
La gente hablaba, hablaba demasiado, y hasta entonces jamás había notado lo liberador que podía ser tener a alguien con quien sentarse a pintar, a dibujar, a leer, y no hacer más que arte durante horas. El arte se había convertido en días en el hilo por el que nos comunicábamos.
Hasta las cuatro de la tarde no hablamos. Cada tanto percibíamos, por encima del rock sonando en la radio, la música de Anahí. Un ruido diferente, los sacudones de la reja delantera, como si alguien se colgara de ella. Mégara, que había estado durmiendo en paz hasta entonces, se puso en estado de alerta.
Se relajó cuando alguien gritó su nombre. El portón se abrió de un tirón, sobresaltándome.