20 - Causa de muerte

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Esparcidas las luces por la ciudad nocturna, en ventanas y anuncios de neón, la vista desde el noveno piso se extendía hasta que se fundían los edificios con la noche

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Esparcidas las luces por la ciudad nocturna, en ventanas y anuncios de neón, la vista desde el noveno piso se extendía hasta que se fundían los edificios con la noche. El ventanal que abarcaba la pared entera sin dejar un miserable centímetro de margen tenía la cortina descorrida, como solo pasaba de noche. Lo sabía reflectante del otro lado, pero la sombra de vulnerabilidad que me dejaba permanecía en algún lugar. Podía ver toda mi ciudad sin que nadie me viera a mí, ¿no debería haberme hecho sentir poderosa en lugar de una miserable hormiga?

Desde hacía un minuto, al menos, cuando me informaron desde la recepción que mi padre había llegado, era un profundo desamparo el que me producía la vista de mi despacho.

Con el pie movía la silla giratoria, lenta y paciente. Jugaban mis dedos desnudos con una pieza del ajedrez en mi escritorio. Seguía con la camiseta que usaba para dormir, apenas suficiente para cubrirme los muslos, a pesar de ser las dos de la mañana y haber pasado las horas anteriores en vela, con el insomnio de siempre, con la sombra de las pesadillas de siempre.

¿Esa ciudad valía todo lo que perdí por ella? Porque mientras más crecía, mientras más se impregnaban en mí la tradición de los Pierre y el peso de Charlotte, menos satisfecha me encontraba. Nada era suficiente para compensar lo perdido.

¿Lo sería alguna vez? Cuando todos supieran mi nombre, cuando todos lo murmuraran, ¿sería eso lo que buscaba?

Ese hijo de puta debería abrir un consultorio y dejar de usarme como su conejilla de indias psicológico. Hacía más de una hora que me planteó eso y todavía lo pensaba.

Mi reflejo encima del cielo nocturno se realzaba solo por la blancura contrastante de mi piel y el rojo de mis labios desmaquillados, la máscara de Cherry usada con tanta frecuencia que mi propio cuerpo la había internalizado; tan poca exposición del sol que era siempre del color del papel, tanto uso de labiales, tanto vino, tantas cerezas que mis labios ya eran rojos sin necesidad de más.

Oí los golpes llamar a la entrada, pero no me moví. Pasos discretos, inadvertibles para el oído disperso, bajaron por las escaleras del departamento.

—Buenas noches, señor —lo recibió, a pesar de no haber sabido antes de su llegada—. Cherry está en su despacho. Pase, ya debe haberlo escuchado.

—Grazie.

No hubo más interacción.

Las grandes puertas del despacho se abrieron con la firmeza de un rey y la calma de un hombre cualquiera. Madera flotó en el aire, su colonia favorita. En la ventana se reflejó el rostro de afilados rasgos de mi padre. Sus ojos se encontraron con los míos en el cristal.

Hice girar de un grácil movimiento la silla, apenas rozando con los dedos de los pies la alfombra roja.

Buonasera, Lorenzo. ¿No es un poco tarde para una visita?

Él tomó asiento del otro lado del escritorio. Se arregló el traje, unió las manos sobre las piernas cruzadas y, hasta no haber tomado una postura regia y dominante, no habló.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora