Seis paredes de espejo.
Dos guantes escarlata aplastados contra la superficie, finos, suaves, un rostro detrás. Yo, pero no era yo, sino una versión perfecta de mi rostro.
Y ese vestido...
Dios, cómo odié ese vestido, la elegancia con que sus bordes desafiaban la gravedad, el rojo tan profundo de su color, la piel descubierta en la espalda de la que no podía escapar en el interminable ciclo de reflejos, una piel lisa y blanca, casi como si pidiera a gritos que la apuñalaran.
Una bufanda tipo fular —fina y delgada, escarlata— daba un solo giro en torno a mi garganta con su delicada seda ingrávida que formaba una espiral al ras de los espejos, sin rozarlos, acompañado por hilos de tinta negra, cabello de negro profundo coronado por una tiara de plata y rubíes; era delicada, elegante, tan simple como lo era el vestido que llevaba.
Deslizando los pies descalzos sobre un suelo cristal que daba paso a la nada absoluta, giré, analicé cada uno de mis interminables reflejos.
—Te elegí por un motivo.
Mi corazón dio un salto con su voz. Sentí que un millar de arañas me recorrían la columna con patas afiladas como dagas estiletes.
Lo busqué a mi espalda. En el espejo, el reflejo ya no era el mío. Mi rostro fue reemplazado con uno de angulosas facciones, el cabello era más claro, se aplastó hacia atrás con gomina. El vestido se convirtió en un traje formal de color negro. La figura era más alta, más grande, más rígida, y tenía su propia corona, una de grandes picos, imperiosa donde la mía era delicada.
Una corona de rey contra la tiara de una princesa.
—Te dejé en bandeja de plata el mundo y tú no te atreves a tomarlo.
Me forcé a enderezarme, a levantar la barbilla. Endurecí los ojos para verlo con la misma dureza que él sostenía.
Sin fragilidad.
Sin miedo.
Sin rastro de la clase de niña que llevaría tiaras de plata.
Con lentitud calculada, la tomé y la deslicé fuera de mi cabeza, arrastrando algunos cabellos sedosos que habían quedado enredados con la plata.
—Dime qué quieres decir con eso, papá.
La cabeza de Lorenzo se ladeó apenas unos grados. Los seis espejos se resquebrajaron a la vez, formando telarañas que partían a la altura del ojo izquierdo, el más alto, en cada versión de él.
—Yo no soy tu padre —dijo. Las grietas se extendieron un milímetro más con cada letra—. Yo soy padre de reinas, no de débiles princesas.
«Princesa».
El espejo se partió con un sonido que me rasgó los tímpanos y los trozos partidos cayeron al suelo y se dispersaron largos metros lejos de mí, dejando solo seis marcos huecos.
ESTÁS LEYENDO
Solvente de mariposa
Misteri / Thriller[Esta es una segunda parte, lee la sinopsis at your own risk] Lo único de lo que se habla en la ciudad es del Gran Incendio. Tadeo es la cara del caos, sin importar cuánto lo niegue, y Cherry no está nada contenta con el asunto. Mientras tanto, Wal...