9.2 - Lentitud

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Pasaron una hora

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Pasaron una hora. Dos.

Un día.

Otro día.

La lluvia era parte de la rutina; cada mañana, antes de que saliera el sol, salía de mi habitación para dirigirme a la siguiente puerta del pasillo, que tenía que abrir por mi propia cuenta para levantar a Elilia, quien estaba siempre acostada en la cama, de frente a la pared.

Le hablaba, y no respondía.

Le pedía con cautela que se levantara y saliera conmigo, y no respondía.

Al final, acababa levantándose y siguiéndome como un fantasma hasta el garaje y guardaba silencio todo el camino hasta la base, donde otros soldados la sacaban de mi custodia para llevársela a los laboratorios.

Aprovechaba la mañana para entrenar. Markus no había mencionado mi mano mala desde aquel día, pero lanzaba miradas furtivas a la herida antes de exigirme más de lo que solía rendir. Cuando le pregunté por ello, solo negó con la cabeza.

—Regresa al entrenamiento —fue lo único que respondió.

Para cuando Elilia ingresaba a la sala, vestida ya para iniciar su entrenamiento con Markus —que constaba, de momento, en horas y horas de ejercicios básicos y entrenamiento de fuerza—, yo ya estaba extenuada por el día.

Algunas veces, Valentino se unía a mí. En alguna que otra ocasión, me sorprendía de verlo sonrojado y agitado, incluso desarreglado, pero cuando le preguntaba al respecto, él solo sonreía con picardía y cambiaba el tema de conversación a Diana, a quien había escuchado entrenando una noche que había pasado por su cabaña, sin atreverme a entrar.

Cada noche, Elilia subía al todoterreno, se arrebujaba en su asiento y observaba la lluvia caer contra los árboles mientras regresábamos a la mansión, donde repetíamos la rutina una y otra vez.

Entrenamiento. Análisis. Silencio.

Un día tras otro.

Pasó más de una semana hasta que tuviéramos un día en el que la lluvia nos diera un descanso. Ese día, Markus había decidido llevar el entrenamiento de Elilia a la pista de obstáculos. Valentino, como siempre, se había acomodado a mi lado en mi puesto de guardia, abrigado hasta la mandíbula para evitar el frío devastador del bosque.

Esa tarde, Elilia estaba enojada.

En realidad, eso no era una novedad. Su ira no era algo que se desvaneciera, pero parecía regresar enardecida de cada sesión con la psiquiatra. Había tardado en notar la diferencia —y lo había logrado solo porque Markus lo señaló para mí mientras buscaba puntos fuertes que explotar—, ya que el mutismo que mantenía conmigo hacía difícil notar cambios en su rencor.

El frío de esa tarde parecía haber empeorado su humor explosivo.

Apenas rozaba el suelo al correr en el circuito de obstáculos. El barro le manchaba el calzado deportivo y subía por la botamanga de los pantalones que le habían entregado esa misma mañana. Con la velocidad que llevaba, el cabello abandonaba su rostro y el flequillo se le pegaba a la frente sudorosa. Tenía las mejillas encendidas por el esfuerzo y la rabia.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora