[Esta es una segunda parte, lee la sinopsis at your own risk]
Lo único de lo que se habla en la ciudad es del Gran Incendio. Tadeo es la cara del caos, sin importar cuánto lo niegue, y Cherry no está nada contenta con el asunto.
Mientras tanto, Wal...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Eran las nueve cuando estacioné al límite del cordón policial que limitaba los alcances del fuego. Lo que inició como un incendio de cuatro manzanas se extendió a ocho, alcanzando las de los alrededores. El barrio entero había tenido que irse tanto por el fuego del momento como por el consecuente riesgo de derrumbe y el humo que el viento llevaba al interior de las casas. Estaba tan abandonada la zona que no tuve que preocuparme al bajar de la camioneta por las miradas indiscretas.
Levanté la cinta policial y pasé por debajo. Mégara estornudó, haciendo volar los centímetros de cenizas en el suelo. Quedaron en la suciedad marcadas mis pisadas, sumándose a decenas más. Avancé en la oscuridad profunda de un barrio sin electricidad, con nubes ennegrecidas que bloqueaban la luz de luna y con el silencio mortal del abandono. Encendí la linterna de mi teléfono para ver algo.
Esqueletos de bicicletas, con sus ruedas derretidas en la acera, adornaban el frente de casas y locales calcinados. El viento había barrido las cenizas y dejado al descubierto las manchas negras de los lugares en que se quemó el combustible, caminos por el medio de la calle que los imbéciles que lo planearon pensaron que se apagarían en nada. Las construcciones, victimas inesperadas de gente que comprendía poco de física básica, amenazaban con caerse encima de quien se atreviera a pisar en su interior.
Seguí el camino trazado por el combustible quemado, deteniéndome frente a la entrada de la escuela de arte.
Las llamas habían ennegrecido las paredes y cubierto con hollín los dibujos infantiles. Podían entreverse, al apuntar la linterna, sufridos y endemoniados los diseños anteriores. Las ruinas de la construcción se veían extenderse por el suelo en el interior, parte obra del incendio y parte de las personas que, sucumbiendo a drogas, alcohol e instintos destructivos, lo arruinaron con sus propias manos.
Di unos primeros cautelosos pasos dentro, agachándome para esquivar una de las puertas que colgaba de una sola bisagra a duras penas sobreviviente. La otra puerta estaba en el suelo, formando un puente sobre el que caminé. Las flores pintadas en la pared ya no existían, a los salones era imposible pasar. Avancé con lentitud, tardando en algunas zonas minutos para poder encontrar un lugar en el que pisar entre tanta basura quemada. Temía que del techo se desprendieran escombros que me fueran a partir el cráneo, o que sucumbiera entero y se cayera toda la estructura. Tener que doblar en los pasillos fue más lento. Meg, quien había avanzado con la misma dificultad que yo, esperaba paciente a que yo adivinara en qué dirección girar.
El artístico caleidoscopio en el suelo del patio interior seguía allí, como un pentagrama a la espera de que la luna le alcanzara. Las plantas ya no existían, y ruinas del gimnasio habían cubierto la tierra general. La zona estaba inundada por el grifo que quedó abierto entonces por la rapidez mental de Elilia, el cual en algún momento cerraron. Alguien que, en medio del apocalipsis, se preocupó por algo tan insignificante.
Pasando por un hueco en que alguien había apartado los escombros, entré con las manos en los bolsillos, procurando no tocar nada que pudiera desembocar en un mayor desastre, como mi cuerpo enterrado.