18.1 - Orden en el desorden

26 1 30
                                    

Cuatro portazos interrumpieron la noche en el viejo barrio industrial

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Cuatro portazos interrumpieron la noche en el viejo barrio industrial. Las uñas de Mégara acompañaron nuestros pies con sus uñas. Mecha bajó antes que Anahí, con una energía que la segunda no tenía, y ambas dejaron caer las patinetas al suelo. El pie de mi hermana se ubicó sobre la "A" anárquica pintada con violeta, jugando con las ruedas. Masticaba chicle sin mencionar su intención de distraerse de la abstinencia.

Presté atención a la ansiedad que se colaba con su desgano, la forma en que sus manos parecían querer rendirse y se escondían dentro de sus bolsillos en movimientos erráticos.

Franco le siguió, gruñendo por haber sido relegado a los asientos traseros con las dos adolescentes por un perro que se adueñó del lugar de copiloto.

—Meg llegó primero —expliqué, mordaz y divertido por su malhumor.

Mecha soltó una carcajada tonta, a la que Anahí, por una vez, no acompañó.

Llamé a Meg, como reafirmación de su superioridad en mis prioridades. Le acaricié el lomo con cariño, poniéndome de cuclillas en medio del sucio estacionamiento. Los apliques hicieron que nuestras sombras se extendieran como rosas de los vientos; desde cuatro puntos llegaba la luz, y a cuatro puntos formaban nuestras siluetas una estrella en el suelo.

—Eso ni siquiera es cierto rumió mi amigo.

Le di una palmada en el hombro al pasar.

—Me importa tan poco, hermano.

Un resoplido sucio desestimó sus propias quejas.

Las chicas trazaron un camino sinuoso con las ruedas, adelantándose por largos metros. La oscuridad del anochecer, con el cielo oscuro sin alcanzar el negro, apagaba los abundantes colores de sus apariencias mimetizándolas con la zona urbana.

Ingresamos por la entrada trasera de una fábrica diferente, de apariencia incluso más destartalada que la nuestra. Las paredes estaban grafiteadas con palabras vulgares y de sucia apariencia. Oxido y la mala iluminación de las instalaciones abandonadas, suficiente para darme mala espina.

Meg se dedicó a olfatear paredes y objetos abandonados, manteniéndose en las aproximaciones inmediatas.

Nos movimos en grupo hacia el foco de las voces que acaloradas discutían. Franco lideraba. Su apariencia desgarbada, unos ojos de maniático y aire de perro callejero, llameaba el último tiempo con algo que no veía desde antes de la cárcel; la motivación de los objetivos claros, aunque estos fueran dañinos y peligrosos. Avanzaba con las manos en los bolsillos, empujando abajo el abrigo y convirtiéndolo en poco más que un palo humano.

—¡Ah! ¿Hueles eso? —se dirigió a mí—. Es el olor del éxito. Te juro que las ideas que tuvimos son geniales.

Arrugué disgustado la nariz.

—Preferiría no decir lo que huelo yo.

—A mierda, a eso huele —espetó Anahí, amargada.

Mecha volvió a reír. Drogada como se notaba, hubiera tomado cualquier insulto por broma tonta.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora