16.2 - La última cena

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—¿Me pasas la cebolla?

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—¿Me pasas la cebolla?

Tadeo la echó a la sartén y se acomodó contra la encimera, leyendo mientras yo revolvía. La música proveniente del parlante que Ana me prestó flotaba como un rumor en la cocina, yo bailaba mientras cocinaba, tarareando, cantando algunas partes de mis canciones de rock favoritas. Tadeo no demostraba notarlo, se sumía con increíble facilidad en su lectura y compartía el tiempo en cómplice silencio. Algunas veces lo atrapaba ladeando la cabeza, como si hubiera estado a punto de marcar el ritmo de la canción.

Eran casi las ocho cuando las chicas regresaron cargando con las bolsas de las compras. Ana se desplomó teatralmente con una bolsa de papas fritas mientras que Elizabeth, con las seis bolsas que cargaba por sí sola, no pronunció una sola queja al dejarlas en la mesa. Su mano izquierda estaba ya curada, a pesar de las cicatrices que seguían frescas, y no parecía que le doliera más.

Tadeo ojeó todo con su usual ceño fruncido.

—¿Y eso?

—Pensé que podríamos armar nuestra propia fiesta privada de despedida —comentó Ana con un gran orgullo, levantando el helado y lanzándome una punzante mirada—. ¿Te gusta la idea, Lili?

Apreté con fuerza la espátula, devolviéndole la misma amargura. Liz estaba roja de la vergüenza, huía a toda costa de mi mirada. Tadeo prestaba atención a la escena, pretendiendo que seguía leyendo. Pasó la hoja.

Le di la espalda a la chica, regresando mi atención a la tortilla casi terminada. Revisé si se había cocinado ya de abajo, haciéndome la desentendida.

—Seguro, no viene mal el helado —respondí.

Por suerte, el tintineo de las llaves de Gloria interrumpieron la conversación. Oímos el golpe de su bolso al aterrizar en una silla, las llaves siendo revoleadas. La mujer entró apenas unos segundos después a la cocina, caminando desganada, somnolienta y con un forzado ánimo.

—¿Qué están haciendo, chicos? —preguntó, mirando las compras—. ¿Y esto?

—Ana quería empacharse de helado —explicó Tadeo, sorprendiéndonos a las tres con la soltura con que desvió a su madre de algo que se daba cuenta que le ocultábamos.

Dejó el libro cerrado junto a donde yo dejaba el plato con la tortilla. La mujer debió ignorar el funesto silencio que intercambiábamos, porque se dejó caer en la silla murmurando sobre las cosas que tenía que hacer. Mientras hablaba consigo misma sobre la cena, frotándose los ojos con las manos e interrumpiéndose de vez en cuando para oír la canción que sonaba, Tadeo llenó un vaso con agua y lo plantó frente a ella. Salió de su trance y pasó la vista por la cocina, la cena lista —a la que solo le faltaba la tortilla que yo ya estaba ubicando— y los platos ya dispuestos. La mujer suspiró y con aire distraído le acarició el brazo a su hijo.

Noté la mirada de Anahí antes de que consiguiera disimularla.

Durante la cena, Gloria nos sonreía con cariño tanto a mi hermana como a mí, se esforzaba por animar el ambiente con conversaciones casuales y hacer caso omiso a la tensión. De frente a Anahí y Tadeo frente a Liz, manteníamos cada quien la cabeza gacha para no tener que vernos.

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