11 - Caída libre

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Desde lo alto del tejado de la Casa pude atisbar el muro perimetral de la base apareciendo como pintas grises en el bosque

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Desde lo alto del tejado de la Casa pude atisbar el muro perimetral de la base apareciendo como pintas grises en el bosque. El alma me dio un vuelco cuando solté la mano con la que me aferraba al parapeto y me tambaleé como una hoja. Por instinto, volví a aferrarme, pero la orden estridente de Markus cortó el aire como una cuchilla lanzada con precisión;

—¡Sin agarrarse, Cero!

Maldije para mis adentros. Obligué a mis dedos trémulos a soltarse de la seguridad y la estabilidad y, con cautela, extendí los brazos para mantener el equilibrio, como un ave lista para emprender vuelo hacia la inmensidad del bosque. Estiré mis piernas flexionadas hasta que quedé de pie sobre el parapeto. De reojo, atisbé la nada que se extendía debajo de mí; largos metros que me separaban de la colina empinada sobre la que estaba construida la mansión de los Pierre.

—Vamos —intentó animarme una voz cercana—, tú puedes.

Levanté la cabeza hasta cruzarme con Elizabeth, haciendo equilibrio a algunos metros por delante de mí, de espaldas a nuestro objetivo. El viento hacía volar su coleta de caballo hacia los árboles, mientras ella se mantenía firme como uno. Tenía una suavidad gentil en sus facciones serias e inamovibles, algo que intentaba animarme sin quebrar la estoicidad. Se suponía que tenía que confiar en ella e intentar alcanzar la mano que me tendía.

Una parte de mí quiso hacerlo, la que seguía aferrada a esa idealización infantil de tener una hermana, una familia. Un lugar al que pertenecer. Algo de seguridad mientras caminaba sobre una cuerda floja.

O un parapeto, yendo al caso.

Cerré los dedos antes de amagar siquiera alcanzar los suyos y me extendí para mantener el equilibrio por mi cuenta.

Llevaba dos semanas haciendo eso.

Cuando demostraba ser capaz de mantenerle el paso a las exigencias de Markus, se le ocurría algo nuevo. Más alto. Más peligroso. Y algo en mí en realidad disfrutaba del desafío.

Exhalé con calma, mi aliento mezclándose con el viento de tormenta que sorteaba los álamos y los pinos y las innumerables plantas que se extendían debajo, y di un paso al frente.

Algunas veces fallaba.

Y no era un problema de mi agarre o del equilibrio, sino mi mente que flaqueaba durante un instante y confundía izquierda con derecha y convertía las ideas en melaza.

Algunas veces, caía.

Markus lo sabía, y aun así me llevó a un balcón a metros de una caída escarpada y recubierta de arbustos con ramas secas y gruesas que se estiraban como dagas amenazantes. Desde esa altura, parecían listos para ensartarme como a un jugoso trozo de carne.

Otro paso.

Mi cuerpo entero estaba en tensión contra el viento. Elizabeth se resignó a que no recurriría a ella —«no ahora, no nunca», me prometí— y retrocedió lo mismo. Mientras yo estaba tiesa como una roca, obligándome a mantener cada gramo de concentración que era capaz de alcanzar, ella se movió como si el peligro fuera parte de su vida. No era fluida en sí, pero era ligera, y estaba lista para caer o seguir.

Solvente de mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora