5 - Waldeinsamkeit

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No se podía visitar un bosque alemán sin saber el significado de «waldeinsamkeit», que podía traducirse como el sentimiento placentero de hallarse solo entre los árboles

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No se podía visitar un bosque alemán sin saber el significado de «waldeinsamkeit», que podía traducirse como el sentimiento placentero de hallarse solo entre los árboles.

Por lástima, yo no tuve ni cinco minutos a solas con un mísero árbol.

Pasé días entre estudios clínicos y la habitación de Liz, tan sosa y desabrida como la ropa reglamentaria que me obligaban a usar. Mi hermana no tenía más que algunos libros de historia en un escritorio de madera que consistía en una tabla, cuatro patas y un cajón sin manija. Olía a humedad y pino.

No tenía idea de dónde iba a dormir, pero agradecí que me dejara para mí la habitación.

De todas formas, no tenía autorización para salir al exterior o siquiera al pasillo.

Gasté las horas con unas hojas que Elizabeth me dio el primer día.

Cuando me cansaba de dibujar, me echaba en el catre. La única visión que tenía era el de un techo con pintura descascarada.

Era lo único que tenía para hacer; dibujar, pensar y dormir. Le daba una y mil vueltas en la cabeza al momento en que caí entre las telas del gimnasio, confundiendo unos con otros los colores, luego viéndolos, realmente viéndolos, en los ojos de Tadeo.

Solo él sabía de mis alucinaciones, y tenía que confiar en que lo mantendría en secreto. Si se lo contaba a su hermana, ella se lo diría a Elizabeth y esta a papá, y, si él lo sabía, sería el fina.

Pero Tadeo no haría eso.

¿Cierto?

No era de los que difundían los secretos ajenos.

«¿Segura?».

En el tercer día, seguía mi rutina de mirar al cielorraso con las manos unidas cuando unos golpes temerosos llamaron a la puerta. Miré la hoja lisa de la puerta con extrañeza. Ese no era un lugar en el que tuvieran el detalle de respetar la intimidad. Los guardias postrados en la puerta solían ingresar a tropel a la hora de llevarme a algún lugar.

La puerta se abrió apenas unos centímetros y la cabeza avergonzada de mi hermana asomó por la rendija. La arruga en mi frente se profundizó, ahora con rabia, y presioné los brazos cruzados en el pecho para regresar mi vista arriba.

—Vete.

Liz suspiró.

—Lo siento, pero debo llevarte con la psiquiatra.

Me levanté a regañadientes, sabiendo lo absurdo sería tratar de discutir, y manoteé el pesado abrigo de la silla al salir.

Las cabañas estaban en la periferia de la base. La compartía con chicas que rehuían de mí y de los guardias que me custodiaban. Vestían todas con camisetas y pantalones grises, y se suponía que yo debía agradecer que me hubieran dejado conservar los vaqueros gastados que llevé conmigo. Tenían miradas huidizas y los brazos tatuados con números y letras que reemplazaban sus identidades.

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