Capítulo II

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Se estiró como un gato bajo las frazadas, disfrutando de los cálidos primeros rayos del sol que cortaban el frío de la noche. Se desplomó de nuevo en el colchón y luego giró para mirar el techo salpicado de estrellas, cada una representando sus sueños. Sin querer, su mente se trasladó al joven de estupendos irises de océano que había conocido hacía una semana. La intrigaba por su forma de hablar, por sus gestos distintos y porque intentaba aparentar ser alguien que no era. Le daba esa impresión después de haberlo visto maravillarse por un libro de escuela básica sobre la vida marina para después regresar a una actitud más cauta y, sea dicho de paso, sospechosa. Se avergonzaba por dedicarle más pensamientos de los adecuados, porque le recordaba a una playa de arenas níveas y aguas cristalinas, todo bajo un cielo despejado en el más vibrante azul y radiantes hilos dorados de sol. No recordaba haber visto jamás a alguien tan bonito, y, con cada día que transcurría en su ausencia, se cuestionaba si no había sido más que una quimera.

Pero recordaba las tazas sucias y el libro guardado con cuidado. Recordaba cómo el chico no se inmutó cuando entraron otros clientes, ni siquiera cuando ella no dejaba de observarlo mientras preparaba toda clase de remedios. Además, no estaba acostumbrada a fantasear con personas, pese a que solía estar sola, como para recurrir a semejantes tretas.

Se arrepentía de no haberle cobrado, en un vano intento de rozar su piel y descubrir si era tan cremosa como se veía, pero no podía hacer más que respirar entre anhelos y arrepentimientos. Se conformaba con que el joven se convirtiera en una grata memoria sobre un desconocido, de esos que marcan un instante de la vida por su amabilidad o por una efímera pizca de alegría gratuita.

Se arrastró fuera de la cama para acicalarse y desayunar. No hacía mucho que había abierto su tienda, pero tenía varios encargos entre sus manos todas las mañanas. Prefirió no pensar en lo grande que le parecía su hogar, con fantasmas de agridulces reminiscencias habitando entre los visillos ondulantes, mientras se sumía en su rutina.

Dividió los suministros en pequeñas bolsas de lino para las hierbas, y en cuidadosos papeles para los polvos medicinales, los rotuló y guardó en un maletín de cuero. Con energías renovadas, dejó la tienda por la puerta trasera y emprendió su camino hacia las diferentes zonas en las que ofrecía su servicio.

Marley, tan empecinado en nutrir sus fuerzas militares, con sus guetos y su xenofobia, había hecho muy poco por buscar avances en la medicina. Era cierto que sus médicos eran excepcionales cirujanos, pero poco diestros en curar el dolor posquirúrgico o dar razones a males crónicos. Por otro lado, y al ser una parte de la sociedad tan minoritaria, sus servicios eran caros. Por ello era por lo que su negocio iba bien, porque atendía a sus pacientes con cuidado y a un precio razonable.

Se paseó por las lindes de las casas de los eldianos, repudiando con su alma las altas rejas de hierro obsidiana, descubriendo los ojos de los niños curiosos cuestionándose qué había más allá. Encerrar a personas por crímenes que no habían cometido le parecía irrazonable, ni siquiera los animales llegaban a ese nivel de inquina.

Sin dudarlo, se coló por una bocacalle oscura y esperó apenas en los límites de la luz. No se asustó cuando una mano se posó en su hombro. El joven tenía la respiración agitada, pero su agarre era amable, contrastando con su altura y el brazal amarillo de su brazo.

—¡(T/N)! —dijo, aireándose el rostro.

—Es la primera vez que llegas tarde —observó, tendiéndole un paquete.

—Hay algunos disturbios entre los militares —explicó, escueto—. Lo que implica que la están pagando con los eldianos.

—Imponiendo castigos injustos, supongo —susurró, reflejando el hastío en su rostro.

Un sitio seguro || Armin Arlert x ReaderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora