I

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Zelda soñó con el Gran Cataclismo aquella noche.

Estaba acostumbrada a las pesadillas. La enorgullecía decir que era inmune a los horrores que aparecían en sus sueños, pero repetir una mentira muchas veces no la convertía en realidad. Tampoco había muchos que se lo creyeran, de todas formas. Nadie podía despertarse de una pesadilla con el corazón tranquilo.

En sus sueños vio como el monstruo lo arrasaba todo a su paso. La tierra se marchitaba y se convertía en un amasijo rojo y morado, como la malicia, que palpitaba a su alrededor. Había fuego por todas partes, y los familiares disparos de los guardianes lo precedían. Vio como el castillo se derrumbaba y las aldeas del centro de Hyrule dejaban de existir para convertirse en ruinas. Luego la malicia la consumió a ella también, y se dio cuenta demasiado tarde de que tenía los dedos cubiertos de sangre. La sangre no era suya, por supuesto, pero eso solo lo hacía aún más retorcido.

No tenía miedo, sin embargo. Sabía que aquello era solo una estúpida pesadilla, como todas las demás, y las pesadillas no le daban miedo.

Hasta que vio algo que nunca antes había visto en sus sueños.

Unos ojos rojos la observaban. No eran del mismo tono rojo que el de la malicia; eran mucho peores. Tenían la eternidad escrita en ellos, y parecían atravesarla con una sola mirada. Estaba rodeado de oscuridad; incluso las llanuras en llamas habían desaparecido. Solo quedaban aquellos horribles ojos rojos, que la aterrorizaban pero que al mismo tiempo le resultaban familiares. Escuchó un crujido, y luego el suelo desapareció bajo sus pies. Se precipitó al vacío, sin nada a lo que aferrarse.

Zelda se despertó gritando. Hacía tiempo que no se despertaba gritando, pero en esa ocasión no pudo remediarlo. Intentó concentrarse en sus alrededores, como solía hacer cuando tenía un sueño particularmente malo. Se encontraba en un bosque. Había una hoguera encendida, y las llamas chisporroteaban, así que no estaba totalmente a oscuras.

—¿Zelda?

Alzó la vista de golpe. Sintió como su respiración se calmaba al ver a Link al otro lado del fuego. Él la observaba con cierta alarma, aunque Zelda sabía que estaba acostumbrado a verla gritar como una histérica tras despertarse de una pesadilla.

—Yo... —Inspiró hondo. La voz le temblaba, y sentía punzadas de dolor en la garganta, supuso que por gritar. Carraspeó para sonar más segura de sí misma—. Lo siento. ¿Te he despertado?

Él sacudió la cabeza en silencio. Aún la miraba con cautela. Odiaba cuando la miraba de aquella forma. Era como si estuviera loca, o como si sintiera lástima.

Le tendió una manta. La punzada de irritación que había sentido hacía un instante desapareció de golpe. Era su manta favorita, y él lo sabía. Link era atento. Se daba cuenta de cuándo algo la desagradaba o la agradaba. Zelda había encontrado aquella manta en la casa de Link. De hecho, la había usado mientras se recuperaba del siglo que había pasado junto al Cataclismo. Había tenido pesadillas cada noche, y aquella manta tenía un olor tan parecido al de él que la había reconfortado en su soledad. Luego había convencido a Link de que compartieran la cama, y las cosas habían cambiado por fin.

Se envolvió con la manta e inspiró hondo de nuevo. Olía a hoguera y a bosque, como él. También desprendía cierto olor a las especias goron con las que tanto le gustaba cocinar.

—Lo siento —repitió ella tras unos instantes de silencio—. No quería asustarte.

Él sacudió la cabeza.

—Sabes que lo entiendo, Zelda —dijo. Su tono no admitía discusión. Zelda admiraba la seguridad con la que hablaba siempre—. Grita todo lo que quieras.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora