XXII

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La tormenta no amainó hasta el día siguiente. Salieron De la Fuente del Valor y siguieron adentrándose en la jungla. El suelo estaba encharcado y cubierto de barro, y las gotas de lluvia aún se deslizaban de las hojas con lentitud. No llevaban ni una hora andando y Zelda ya tenía las botas llenas de barro. El aire era más frío que de costumbre, y ella estaba empapada y congelada.

Había dejado que Link se adelantara. Él no parecía estar temblando de frío siquiera. Ella no pensaba quejarse. Si lo hacía, él insistiría en que debían parar para descansar, o incluso posponer el resto de la investigación hasta el día siguiente, cuando las consecuencias de la tormenta fueran menos palpables. Y no podían permitirse demorar más el viaje. Zelda estaba segura de que las grietas en el centro de Hyrule solo se habían hecho más grandes en su ausencia. Podía sentirlo, de alguna forma que se le escapaba.

—¿Tienes idea de a dónde vamos? —le preguntó Link.

Se dio la vuelta para mirarla y debió de percibir que algo iba mal porque se detuvo a su altura.

—Estamos cerca —respondió ella, aunque en el fondo no estaba segura de nada—. Tenemos que estarlo. El mapa solo señalaba Farone.

—Ha pasado mucho tiempo, Zelda. Puede que alguien ya haya encontrado lo que estamos buscando durante estos años.

—Imposible —dijo ella, y luego siguió andando, con la vista clavada en el suelo.

—Deberíamos pensar en...

—No —sentenció ella—. No deberíamos. Me niego a pensar que todo esto haya sido para nada.

Ignoró las piernas entumecidas y se adelantó unos pasos. Oyó a Link suspirar a su espalda, pero decidió ignorarlo también.

Caminaron tanto que acabaron saliendo de la jungla. Para entonces Zelda estaba agotada y frustrada. Se detuvieron junto a uno de los acantilados que daban al mar. Ya se parecía más al paisaje rocoso de Necluda.

—Nunca he estado por aquí —dijo Link mientras ella recuperaba el aliento—. Es la primera vez que recorro todo Farone.

En cualquier otro momento, la habría sorprendido saber que él no había visitado una parte del reino, por insignificante que fuera. Sin embargo, estaba consumida por la frustración.

—¿Estamos perdidos? —preguntó.

—No. Sé encontrar el camino de vuelta.

Zelda dejó escapar un largo suspiro.

—¿Deberíamos volver? No creo que encontremos nada útil aquí.

Él observó sus alrededores. Zelda se preguntó qué estaría buscando. Sabía que preguntárselo no serviría de nada. Él tenía sus secretos.

—Creo que deberíamos seguir. Todavía estamos en Farone. Puede que haya algo.

—Las ruinas zonnan se concentran en la jungla de Farone —repuso ella, frustrada otra vez—. No pueden extenderse hasta esta zona. Llevamos horas sin ver ninguna estatua.

Él se acercó al borde de uno de los acantilados y contempló el mar. Zelda se habría detenido también a admirar su belleza, de no haber estado tan inquieta. Las oscuras nubes de la tormenta todavía se alejaban, y eran visibles en el horizonte. Miró a Link con impaciencia, esperando su respuesta.

—Cuando viajaba solo y no sabía qué hacer, no me rendía, Zelda. No podía rendirme. —Suspiró y regresó junto a ella—. Podemos volver. Tenemos información que podría sernos útil. Pero si seguimos adelante podríamos encontrar algo más. No tenemos nada que perder.

«Sabe que eso es mentira.» Apretó los labios para tragarse la réplica que luchaba por salir. Lo único que tenían que perder era el valioso tiempo que les había sido otorgado. Sin embargo, tuvo que reconocer que tenía razón. Lo había aprendido hacía cien años, mientras investigaba con los sheikah.

—Sigamos adelante, pues —suspiró al final.

Vio de reojo como sonreía. No obstante, se limitó a guardar silencio y a esperar que ella hubiera recuperado energías antes de ponerse en marcha otra vez.

Descendieron con cuidado por uno de los acantilados. A Zelda no se le daba bien escalar, aunque por suerte la pared rocosa no era muy empinada. Incluso se parecía a una escalera, y consiguió llegar abajo sin problemas.

Sus botas embarradas tocaron la arena de la costa, y ella contuvo una mueca. Diosas, podría incluso hacer una obra de arte con el cuero de las botas.

Link la tomó de la mano y la guio por la arena. El rugido de las olas llegaba hasta sus oídos, y Zelda se permitió disfrutarlo por unos instantes. El aire era salado allí. Muy distinto del hedor del Gran Cataclismo, que la había envuelto durante un siglo.

Se dejó guiar por él, como si hubieran vuelto a aquellos primeros días tras la victoria. Confiaba en su instinto.

«Y si nos lleva hasta un centaleón enfurecido que nos mata de un golpe, al menos será culpa suya. Yo tendré la conciencia tranquila.»

Se colaron por una grieta en la pared rocosa. A Link parecía haberle llamado la atención. Al principio Zelda no pensó nada sobre aquella grieta. El clima en Hyrule podía ser duro. Estaba segura de que las inclemencias del tiempo habían causado erosión en las rocas. Sin embargo, se quedó boquiabierta al ver la amplitud del hueco tras la roca.

Estaba repleto de gemas luminosas. Zelda se agachó para examinar una más de cerca. Desprendían un brillo entre azulado y verdoso en medio de la oscuridad.

—Una vez leí que las gemas luminosas encierran dentro los espíritus de quienes ya no están —dijo, y su voz sonó con eco en medio de la cueva. El agua caía del techo en pequeñas gotas que golpeaban el suelo con sonidos húmedos y rítmicos—. No conozco ninguna forma de probar que sea cierto.

—A veces no hace falta probar las cosas para que la gente crea —replicó Link, encogiéndose de hombros. Zelda deseó pensar de forma tan simple como él. Lo vería todo mucho más claro.

Le mostró una diminuta sonrisa y, tras llegar al final de la cueva repleta de gemas luminosas, regresaron al exterior.

Siguieron avanzando. Se estaban alejando de Farone, pero Zelda decidió dejar de preocuparse. Se centró en la calidez de la mano de Link junto a la suya y en el rugido lejano de las olas del mar.

Él se detuvo de pronto, como si hubiera visto un fantasma. Antes de que Zelda pudiera formular alguna pregunta, tiró de ella para obligarla a esconderse tras una roca cercana. Link se agazapó a su lado.

Cuando Zelda siguió su mirada, se tipo con la vaca más grande que había visto jamás. Luego rectificó. Aquel animal no era ningún tipo de vaca, al menos que ella supiera. No tenía manchas, y su lomo era varias veces más amplio que el de una vaca. Además, tenía cuernos largos a ambos lados de la cabeza.

—¿Qué es eso? —le susurró a Link.

—No lo sé —dijo él. Guardó silencio por un instante, pensativo—. ¿Crees que puedo domarlo?

—¿Domar eso? —dijo Zelda con voz más aguda de lo normal—. No estoy segura. Pero con tu suerte, con cualquier bestia tienes posibilidades.

Él sonrió y dejó la Espada Maestra junto a la roca. Luego se puso en pie, y miró a Zelda con un brillo de entusiasmo en los ojos.

—Si esto sale mal, quédate con mis rupias. Y con la espada.

Ella fue a decir algo, pero para cuando encontró la voz Link ya había echado a correr hacia el animal.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora