XI

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—Nos quedan provisiones para unos cuantos días más. Tres, como mucho.

—¿No puedes cazar?

—Esto es un montón de ruinas, Zelda. Los guardianes espantaron a todos los animales que intentaron vivir aquí.

—Pero ya no hay guardianes.

—No es un proceso tan fácil como tú crees —repuso él.

Zelda contuvo un suspiro lleno de frustración.

—¿Y vamos a llegar al castillo en tres días o nos moriremos de hambre antes? Creo que es importante saberlo.

Él apretó los labios, como si estuviera tragándose su propio comentario cargado de irritación. Ahí estaba otra vez. Zelda odiaba cuando ocultaba lo que de verdad pensaba.

«Maldito idiota. Dilo de una vez. Dime lo equivocada que estoy.»

—Si no hay más monstruos en el camino, llegaremos a tiempo.

Habían estado sufriendo ataques de monstruos durante su viaje a través de la llanura de Hyrule. Monstruos más fuertes de lo que ninguno había previsto. Sin embargo, Link se había hecho cargo de ellos con una rapidez asombrosa —y con algo de ayuda de Zelda, cuando él se decidía a escuchar sus súplicas y a dejarla participar o al menos a acercase—. Y se habían retrasado aún más pese a ello.

—En ese caso —masculló ella—, recemos por que no haya más malditos monstruos en este infierno.

Siguieron adelante. Tuvieron que detenerse a mediodía por culpa de un temblor en la tierra. Poco después, Link los obligó a parar otra vez.

—¿Ahora qué? —dijo ella, frustrada.

Él chistó para hacerla callar. Zelda frunció el ceño, aunque obedeció y no dijo una palabra. Él parecía tener un oído más agudo de lo normal. Podía oír los gruñidos de monstruos que se encontraban a una distancia considerable, aunque no podía oírla a ella cuando discutían y Zelda le pedía que la mirara a la cara. Supuso que Link utilizaba sus capacidades de forma selectiva.

Él se llevó una mano a la Espada Maestra, aunque no desenvainó. El aire estaba en calma a su alrededor, pero Zelda solo podía revolverse con nerviosismo en la silla de su montura. No era raro que no se oyera nada en el centro de Hyrule. Aquel lugar parecía haberse quedado congelado en el tiempo, y solo las ruinas y los monstruos le recordaban que un siglo había transcurrido también para aquella parte del reino.

Uno de los caballos bufó, nervioso, y el corazón de Zelda se hundió.

—Escóndete —le susurró Link.

—No —respondió ella con firmeza—. Me has entrenado para esto. Nunca podré aprender si no me dejas poner mis conocimientos en...

—Escóndete, maldita sea —siseó él, mirándola con verdadero enfado en los ojos.

Contuvo un escalofrío. Se arrepintió entonces de haber querido que Link se enfadara con ella. No era nada agradable. Decidió entonces que no le convenía hacerlo enfadar. Incluso daba algo de miedo.

Asintió con el ceño fruncido y le dirigió una última mirada fulminante antes de ir en busca de unos matorrales lo suficientemente grandes para ocultarla, pero él le devolvió el gesto. Era la primera vez que la miraba de aquella forma en un siglo.

«Diosas Doradas —pensó ella mientras se agazapaba tras un arbusto cercano—, no lo hagas enfadar nunca más.»

Él desenvainó la espada de pronto. Emitió débiles destellos bajo la luz del sol, que ya se acercaba al atardecer. Había seis bokoblin, todos de color azul. Al principio Zelda sintió una punzada de miedo atenazarle el pecho. Había visto a soldados teniendo problemas para deshacerse del mismo número de bokoblin rojos, que, según había oído, eran más sencillos de derrotar que los azules.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora