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Cuando Zelda pudo ver de nuevo, la claridad la cegó. De pronto estaba en el exterior, y el cielo estaba cubierto por oscuras nubes de tormenta. La lluvia caía sobre ella. Parpadeó, confundida, preguntándose cómo demonios se las había arreglado para salir de la cueva.

«Tal vez me haya dado un golpe en la cabeza», pensó.

Podía oír gritos en la lejanía, aunque al mismo tiempo estaban más cerca de lo que deberían. Extendió la palma de la mano para sentir la lluvia sobre la piel desnuda, y se dio cuenta de que aquella mano no era la suya.

Eran manos de mujer, pero estaban más curtidas que las de Zelda. Había arañazos y heridas en los nudillos y en los dedos, que eran más gruesos que la última vez que ella los había visto.

Sintió una punzada de pánico y se examinó a sí misma. No llevaba sus ropas de viaje; no tenía sus botas, ni siquiera las alforjas o la piedra sheikah. Llevaba un vestido gris manchado de barro y húmedo por la lluvia. Su pelo era largo otra vez, aunque el color era casi negro.

Comprendió, quizá demasiado tarde, que aquella mujer no era ella.

Inspiró hondo para tranquilizarse. Tenía que pensar. Todo aquello era imposible. ¿Se habría dado un golpe en la cabeza de verdad?

Percibió una mano pesada sobre su hombro y se dio la vuelta, ahogando un grito.

Un hombre se encontraba frente a ella. Su cara no le sonaba de nada. Llevaba barba, tenía los ojos oscuros y una nariz grande. Había miedo en su expresión. Una niña que no debía de tener más de ocho años se escondía tras él. Le tendió un cuchillo diminuto. Link utilizaba cuchillos parecidos para despellejar conejos.

Link. Miró a su alrededor, buscándolo, pero en el exterior solo había densa lluvia y niebla. ¿O era humo? El olor lo sugería. Zelda sintió un escalofrío.

El hombre la tomó del rostro de pronto, obligándola a mirarlo. Zelda intentó apartarse, en vano. No sabía quién demonios era él ni cómo había acabado allí. ¿Y si era un monstruo? ¿Una ilusión, como las de los cuentos que se les contaba a los niños para que tuvieran buen comportamiento?

—Coge esto y corre —le dijo el hombre.

Zelda contempló el cuchillo con el ceño fruncido.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué estoy...? —Su voz sonaba distinta.

—Entiendo que estés asustada —dijo él con sorprendente gentileza—. Pero me han dicho que hay un camino seguro hasta Hatelia. Si podemos llegar antes que esos bichos, estaremos a salvo.

Zelda sintió como un sudor frío la recorría de arriba abajo.

—No —susurró—. No, Diosas, otra vez no...

El hombre la obligó a sostener el arma. Empezó a temblar entre sus manos, pero Zelda no intentó hacer nada por remediarlo. Estaba demasiado concentrada intentando oír los sonidos de disparos de los guardianes. Era capaz de distinguirlos, no muy lejos de la pequeña casa en la que se encontraba.

«He muerto —se dijo, muy convencida—. He muerto, y este es el infierno que las Diosas me tienen reservado. Revivir el Gran Cataclismo una y otra vez...»

Las lágrimas empezaron a correr por un rostro que no era el suyo. El hombre le dio un beso casto y luego colocó la mano de su hija —o eso suponía ella— entre la de Zelda. Era terriblemente diminuta. La niña le devolvió la mirada con los ojos llenos de terror.

Él les gritó que corrieran, y Zelda obedeció sin pensárselo dos veces. Sabía cómo terminaba la historia. Si se cerraba al dolor, no le afectaría.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora