X

429 46 0
                                    

Partieron de Kakariko aquel mismo día, hacia el centro del reino. Zelda sabía que Link seguía sin entenderla por completo, aunque no se detuvo a explicárselo. No tenían tiempo. Ya se habían demorado suficiente.

—¿Cuál es el camino más rápido?

Él le tendió la piedra sheikah y se acercó a ella, a lomos de su yegua.

—Podemos seguir por aquí —dijo, señalando el camino que estaban siguiendo. Zelda había utilizado aquel sendero hacía cien años, para ir de Kakariko hasta el castillo—. O podemos cruzar el paso entre las montañas. Es un camino más estrecho y más complicado, pero deberíamos llegar más rápido.

—¿Deberíamos?

—Depende de lo que te cueste cruzar el paso y de lo rápido que lleguemos al otro lado.

Ella pensó en las fuerzas que había recuperado después de un siglo de cautiverio. Había entrenado con Link. Él se atrevía a recorrer distancias largas a pie con ella. Incluso la esperaba cuando necesitaba descansar.

—¿Vas a ir a mi paso o piensas echar a correr?

Él sonrió.

—Tú eres quien quiere correr, Zelda.

Ella no le devolvió la sonrisa.

—Esto es serio. Ya hemos esperado demasiado para ayudar.

Él suspiró, aunque no dijo nada. Zelda sabía que todavía no se creía del todo que hubiera una amenaza. Los temblores lo preocupaban como a cualquier otro, pero seguía pensando que Zelda se estaba dejando llevar por sus pesadillas y por lo que había sufrido durante sus años de cautiverio en el castillo. Y, aunque así fuera, ¿quién podía culparla?

Sufrieron más temblores durante el camino. Se estaban volviendo más fuertes y más comunes, y la tierra parecía rugir bajo sus pies. Zelda estaba segura de que, si pegara el oído al suelo, podría oír las protestas de lo que quiera que hubiera debajo. En ocasiones le daba la sensación de que podía escuchar una voz que la llamaba. La escuchaba en sueños y también mientras estaba despierta.

Estaba perdiendo la cabeza. Aunque, pensándolo bien, no era nada nuevo.

Se dieron prisa para alcanzar el centro de Hyrule. Link la detuvo allí, tras convencerla de hacer una pausa para comer algo.

—¿Estás segura de que quieres ir ahí?

Zelda se lo quedó mirando con el ceño fruncido. Entonces lo comprendió todo. Él no creía que ella fuera a ser capaz de soportarlo. De soportar tener el castillo, su prisión, frente a ella otra vez.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo, intentando conservar algo de calma.

—Bueno, el camino no está en buenas condiciones a partir de aquí —respondió él. Hablaba con cautela, tal vez porque se había dado cuenta de su tono peligroso—. Hay ruinas y monstruos. Y el castillo...

—Era mi hogar —mintió Zelda. Nunca había sido su hogar. Pero Link no recordaba tan bien como ella, así que no tenía por qué saberlo—. No me da miedo verlo, Link. No intentes protegerme.

Él no se lo discutió. Odiaba cuando no discutía. A veces le daban ganas de sacudirlo por los hombros hasta que le gritara lo que de verdad estaba pensando. Se callaba demasiadas cosas, de eso estaba segura.

Así que prosiguieron una hora después, debido a la propia insistencia de Zelda. Link no se adelantó mientras cabalgaban, como solía hacer; en cambio, permaneció a la altura de Zelda, lanzándole miradas indiscretas siempre que lo consideraba conveniente. Eso quería decir que cada pocos instantes Zelda sentía su mirada cautelosa sobre ella. La ponía de los nervios.

Intentó distraerse mirando la piedra sheikah. No quería mirar el mapa para ver lo cerca que estaban del castillo, no quería mirar a Link y tampoco quería mirar sus alrededores. Ya sabía lo que vería.

«Ruinas, ceniza y escombros —pensó—. Como en el resto de Hyrule. Esto no tiene nada de diferente. Solo eres una cobarde.»

Se tragó un suspiro, aunque no alzó la vista de las imágenes que había tomado con la piedra sheikah. El propio Link aparecía en varias, que ella había tomado con disimulo, mientras él estaba concentrado en otras cosas. No las había descubierto y, si lo había hecho, no había dicho nada al respecto.

«¿Lo ves? Cobarde.»

Jamás lo diría en voz alta, pero le gustaba el color de sus ojos. Era como perderse en el azul del mar de Necluda. El propio Link la había llevado al mar de Necluda poco después de la derrota del Cataclismo. Allí, Zelda había visto verdadera belleza y esperanza después de su cautiverio. Recordaba el lejano rugido de las olas y cómo el agua le había acariciado los tobillos. El mar había estado tranquilo aquel día, por suerte. Y él había estado a su lado durante todo el día, pese a que ella no hablaba ni se movía. Había estado tan agotada cuando el sol se escondió por fin que él casi tuvo que llevarla en volandas.

«Sus ojos no son como el mar de Necluda. El mar es transparente.»

Le gustaban de todas formas. También le gustaba la forma afilada de su rostro y la forma en que su expresión taciturna se transformaba cuando sonreía.

«Es una distracción. Deja de mirarlo. No puedes distraerte ahora.»

Miró la piedra sheikah de nuevo, y no dejó de hacerlo durante el resto del viaje.

Al día siguiente, sufrieron un temblor inesperado. El caballo de Zelda se asustó y se encabritó, y estuvo a punto de derribarla de la silla. A duras penas consiguió salvarse de un golpe que podría haberla matado. Link bajó de un salto y se apresuró a ayudarla. Ella cogió sus manos y saltó de la silla, con tanta fuerza que estuvo a punto de hacer que él perdiera el equilibrio.

La tierra se estremecía con más intensidad que de costumbre. Zelda sintió un escalofrío mientras observaba las grietas en el suelo. Eso era nuevo.

«Que las Diosas nos asistan», rezó en silencio mientras esperaba a que el temblor cesara.

Sabía que la fuerza inusitada de aquel temblor se debía a la cercanía con el castillo. Cuando todo dejó de moverse a su alrededor, alzó la vista por fin. Algunos pájaros habían echado a volar, y ya se alejaban de allí, perdiéndose en el horizonte.

Zelda clavó la vista en el castillo por fin, por primera vez en un siglo. Era más oscuro y siniestro de lo que recordaba, y había un aire de quietud que pesaba sobre su corazón como una losa. Algunas de las torres que recordaba estaban derruidas, y no pudo ver la torre de sus aposentos desde allí. Se preguntó si seguiría en pie.

«Algo va mal», se dijo, y luego miró al suelo otra vez y echó a andar en dirección al castillo. Al origen de todas sus pesadillas.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora