XXXI

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Zelda no podía andar. Lo había intentado, pero cada paso se había vuelto más doloroso. Link había acabado obligándola a detenerse. Había inspeccionado su tobillo derecho con ojo crítico, pese a todas las protestas de Zelda. El brillo de su nueva antorcha había iluminado la hinchazón en su tobillo.

—Torcido —masculló él—. No vas a seguir a pie así, Zelda.

De modo que acabó a lomos de Leche. Había correas que aseguraban sus piernas a la silla, pero seguía balanceándose peligrosamente con cada paso perezoso que daba el animal. No montaba a horcajadas porque el lomo de Leche era más grande que sus piernas. Aquello era diez veces más incómodo que montar a caballo, pero Link había dicho que montaba sobre Leche o daban media vuelta o regresaban a la superficie. Y Zelda no pensaba volver con las manos vacías.

Se adentraron en un pasadizo que los llevó hacia arriba. Allí había más gemas luminosas e incluso una diminuta charca, y se detuvieron para que Leche bebiera. Zelda tomó algo de agua entre las palmas de sus manos y la usó para refrescarse.

—¿Crees que lo de las visiones era una prueba? —preguntó.

Link había estado ajustando la silla de Leche. Se detuvo en seco al oírla. Lo que quiera que hubiera visto lo había afectado, de eso Zelda podía estar segura.

—Estoy harto de pruebas —murmuró con gesto sombrío—. Siempre tengo que probar algo a todo el mundo.

—Es agotador, ¿a que sí? —suspiró Zelda.

—No tienes ni idea —dijo él con un bufido. Se ocupó en ajustar las correas por unos cortos instantes y luego habló de nuevo—: Yo también creo que era una prueba. No sé cómo conseguí superarla.

—Estás aquí ahora —dijo ella. Le mostró una sonrisa diminuta—. Eso significa que la has superado.

Él se encogió de hombros.

—Sigo sin saber qué demonios intento probar.

Zelda no tuvo más remedio que darle la razón. «Las civilizaciones antiguas tenían una forma de pensar distinta a la nuestra, al parecer.»

Siguieron adelante sin mirar atrás. Mientras avanzaban, la luz de la antorcha que Zelda sostenía iluminó figuras grabadas en las paredes de piedra, como habían visto en sus otras expediciones. Aquellas eran distintas, sin embargo. No mostraban símbolos zonnan. Zelda ni siquiera sabía si aquello era parte de la arquitectura zonnan, sheikah o incluso hyliana. Formaba parte del pasado remoto, fuera como fuese.

No obstante, lo que sí entendió sin complicaciones fue el mensaje que mostraba la roca.

Había un hombre a caballo. Sostenía un largo tridente, y tras él había un ejército de monstruos. Aquello era una guerra; soldados de aspecto hyliano formaban filas en el lado opuesto. Iban armados.

Zelda cerró los ojos mientras intentaba comprender lo que sentía. Desesperación. Dolor. Terror crudo, el peor que había experimentado jamás. Todo aquello formaba una mezcla peligrosa, una que la gritaba que huyera de allí. Aún estaban a tiempo.

«¿Por qué? —se preguntó mientras apartaba la cobardía—. ¿Por qué conozco a ese hombre? ¿Por qué es importante?»

No lo había visto hacía cien años. No existía ninguna figura similar en las antiguas escrituras sheikah que habían podido descifrar, y tampoco en los grabados de hacía diez mil años.

«Piensa, Zelda. Recuerda.» Su memoria volvió al siglo que había pasado encerrada con el Cataclismo. Pensó en las visiones que le había mostrado Hylia, en todo lo que había aprendido pero no comprendido. Sus recuerdos de aquella época estaban borrosos, salpicados de dolor y angustia, pero aun así un rostro regresó a su mente. Un hombre. Gerudo. Pelo rojo. Ojos llenos de odio.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora