IV

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—Los controles siguen funcionando como hace un siglo —murmuró Zelda, casi para sus adentros. No estaba segura de que alguien estuviera escuchándola—. El rey dice que parpadea a veces. —Fue hacia el terminal de control y examinó los puntos brillantes. Se utilizaban para manejar a la Bestia Divina, y Zelda recordaba haber explicado el funcionamiento de cada uno a la princesa Mipha—. Creo que es seguro concluir que la Bestia sigue estando activa.

Revisó el terminal una última vez antes de asentir para sí misma y buscar su cuaderno de notas dentro del morral que había llevado consigo. Estaba a punto de escribir sus conclusiones cuando escuchó la voz de Link a su espalda.

—¿Zelda?

—¿Hmmm...?

—¿Has visto esto?

Ella suspiró, irritada. Él no se había dignado a hablar durante el rato que llevaban dentro de Vah Ruta; se había limitado a permanecer al margen, en una esquina de la habitación central, a la espera de que a Zelda terminara su análisis. Ella apreciaba el silencio y el espacio, pero se preguntaba cuándo dejaría de comportarse como un silencioso guardia real. Por Hylia, no estaba guardando las puertas de la sala del trono.

—¿El qué?

Link pareció escuchar el leve atisbo de frustración porque vaciló unos instantes antes de proseguir.

—El detector de... de malicia. ¿Se llama así?

—¿Qué le pasa?

—Parpadea.

A Zelda le llevó unos instantes comprenderlo. Frunció el ceño y fue hacia el detector, que se encontraba cerca de la esquina donde estaba Link. Todavía tenía el cuaderno entre las manos, y lo dejó en el suelo de piedra cuando se agachó para llegar hasta el diminuto sensor. Las Bestias Divinas estaban provistas de docenas de sensores distintos para poder moverse por el entorno. El detector de malicia era solo uno más. Se había probado su utilidad durante el Gran Cataclismo, cuando el monstruo se dividió para atacar cada Bestia Divina. Los elegidos perecieron al final, pero al menos habían sido alertados por aquel mecanismo.

—Es un parpadeo muy débil —murmuró para sí misma, aunque en esa ocasión estaba segura de que Link la escuchaba—. Pero el Cataclismo se ha ido. ¿Qué crees que significa?

Él se lo pensó un momento.

—Tal vez queden restos —respondió por fin. Zelda alzó la vista para mirarlo—. Aún hay monstruos. ¿Eso puede influir?

—Supongo que sí —suspiró ella, encogiéndose de hombros.

Link observó el detector, que se apagaba y se encendía con una luz azulada. Tenía el ceño fruncido, como si algo lo molestara. O como si hubiera comido algo en mal estado.

—O tal vez no signifique nada —añadió.

—Tiene que significar algo —replicó Zelda—. Las Bestias Divinas no fallan jamás. Jamás, Link. Están construidas para eso.

—Fallaron hace cien años. —Zelda hizo una mueca, pero él prosiguió, sin piedad alguna—. Puede que se hayan dañado después de un siglo.

—Tienen más de diez mil años, Link.

—Pero han pasado cien años con un monstruo dentro.

Ella se mordió el labio mientras pensaba. Diosas, no recordaba lo difícil que era investigar la tecnología ancestral. Ni siquiera hacía cien años, con un nutrido grupo de investigadores a sus espaldas, consiguieron desentrañar todos sus secretos. Zelda sospechaba que no lo harían nunca. Le parecía una verdadera pena que las maravillas de aquella tecnología fueran a perderse con el paso del tiempo, pero no podía hacer nada por remediarlo.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora