XVIII

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Zelda se negó a dejar que Kilton continuara investigando el frasco, pese a que Link le había asegurado que aquella criatura era de fiar. A ella, sin embargo, no le inspiraba ninguna confianza, e hizo que se marcharan de allí cuanto antes.

Al día siguiente, recogieron el campamento que habían hecho la noche anterior y partieron de viaje otra vez. Link los llevó hacia el sur, lejos de Kakariko y, una vez hubieron dejado el puente de Kakariko atrás, hizo que su montura quedara a la altura de la de Zelda.

—¿Ahora qué? —le preguntó.

Zelda estaba examinando el mapa de la piedra sheikah, en especial la región de Farone. Leía los nombres de las localizaciones con atención.

—A Farone, por supuesto —respondió sin mirarlo—. El mapa señalaba Farone, ¿no? Tal vez allí encontremos algo.

Él guardó silencio por unos instantes y, cuando Zelda guardó la piedra sheikah, asegurándola en su cinturón, vio que Link parecía pensativo.

—Me gusta Farone —dijo—. Todo el mundo detesta estar allí por las tormentas. Me miran raro cuando digo que a mí no me importan tanto.

Zelda dibujó una sonrisa triste en el rostro.

—Eso es porque Farore es tu diosa patrona —dijo—. Todos los soldados le rezaban hace cien años, no sé si lo recordarás. Además, naciste en verano. Es la estación de Farore.

Él parpadeó. Parecía incrédulo. Zelda se preguntó si habría dicho algo raro. Entonces cayó en la cuenta. Había perdido la memoria; tal vez no recordara los antiguos rituales de los soldados antes de partir a la batalla. No lo había visto tener el hábito de rezar a su diosa patrona antes de desenvainar la espada, pero tal vez no hubiera tenido tanto tiempo al ser su caballero escolta. Era un trabajo duro, después de todo. No todo el mundo estaba lo suficientemente curtido para estar con ella a todas horas.

«Deja de torturarte», le susurró una vocecita en su cabeza que sonaba terriblemente similar a la de Link.

—¿Nací en verano? —dijo él, sorprendiéndola.

—¿No... no lo recordabas?

Él negó con la cabeza, y el corazón de Zelda se hundió. Por supuesto que no lo recordaba. ¿Cómo iba a hacerlo? Le había dicho en repetidas ocasiones que conservaba pocos recuerdos de su infancia y de su juventud antes de convertirse en caballero. No se acordaba de los rostros de sus padres, ni de cómo había sacado la Espada Maestra por primera vez. Tampoco recordaba cómo había sido su ceremonia de nombramiento. Su memoria solo se volvía más clara al llegar a la época más cercana al Gran Cataclismo, cuando ya era escolta de Zelda, gracias a las imágenes conservadas en la piedra sheikah.

Una vez más, Zelda se sintió impotente. Deseaba poder hacer más por ayudarlo. Él la ayudaba a ella a todas horas y había salvado su vida en incontables ocasiones. Sin embargo, no había conocido a la familia de Link, y lo poco que sabía era que su padre había sido caballero. Pero el propio Link ya conocía aquellos detalles.

«No recordar el rostro de tu propia madre —pensó Zelda con un escalofrío. Pese a que su madre había muerto cuando ella no era más que una niña, su voz aún sonaba clara en la cabeza de Zelda. A veces incluso soñaba con ella, y su rostro seguía siendo tal y como lo había conocido—. Debe de ser aterrador.»

—Es... es bueno saberlo. Supongo —dijo él con una sonrisa forzada, rompiendo el silencio. Tenía los hombros tensos, sin embargo. Zelda se preguntó si su rostro habría mostrado las emociones equivocadas—. ¿Sabes cuántos años tengo?

Su corazón se hundió un poco más. Tuvo que tragarse el nudo en la garganta para que las palabras brotaran de sus labios.

—Eres un poco mayor que yo. Tenías dieciocho años recién cumplidos cuando te convertiste en mi escolta.

—¿Farore también es tu diosa patrona?

Zelda suspiró.

—No —dijo—. La mía es Nayru. Mi padre me dijo que nací en medio de una tormenta de nieve, en el día más corto de todo el año.

—¿Y por qué no estaba nevando en el Gran Cataclismo? Fue en tu cumpleaños, ¿no?

Sus palabras hicieron que algo se retorciera en su pecho. Sabía que él no había tenido malas intenciones, pero el eterno recordatorio de que su hogar había sido destruido el día en que cumplió diecisiete años era un detalle que prefería ignorar.

—El tiempo es cambiante en Hyrule —murmuró—. A veces nieva y a veces no, da igual el día que sea. Esas cosas son impredecibles. Hace cien años había científicos que decían que podían predecir el tiempo, pero yo siempre pensé que era solo fanfarronería. Los investigadores sheikah pensaban como yo.

Él murmuró un simple «vaya», y luego se encerró en un silencio extraño de nuevo. Zelda aferró las riendas de su montura con más energía, aunque se mordió el labio para no llenar el silencio con palabras de nerviosismo.

Llevaban mucho tiempo sin hablar del pasado. Zelda hasta había creído que Link había perdido todo el interés en averiguar más. En recordar.

«Equivocada —pensó—. Otra vez.»

—¿Zelda?

Su voz repentina la sobresaltó, y alzó la vista de sus nudillos blancos para mirarlo. Tenía una expresión culpable en el rostro.

—Siento si te he traído malos recuerdos —empezó él atropelladamente—. Sé que decidimos dejar el pasado atrás, pero a veces no puedo evitar...

—Lo entiendo, Link —repuso ella, ofreciéndole una sonrisa amable—. No hay nada por lo que debas disculparte.

—Te ha molestado de todas formas.

Zelda suspiró. No servía de nada negarlo.

—Llevaba mucho tiempo sin pensar en todo eso. Es cierto que no es agradable recordarlo, pero puedo hacerlo todas las veces que quieras. No soy tan blanda. Además, cualquiera querría saber cuándo nació.

Él se encogió de hombros con una diminuta sonrisa.

—Diosas, ni siquiera sabía cuántos años tengo ahora. No me lo había preguntado nunca.

Parecía divertido por encima de todo lo demás, así que Zelda se permitió soltar una risita. La sonrisa de Link se hizo un poco más amplia.

—Ahora entiendo por qué las gerudo no me dejaban beber nada en la taberna de la Ciudadela —masculló.

Zelda soltó una carcajada, y esa vez fue genuina.

—En realidad tienes edad para beber. Otra cosa es que puedas soportarlo.

Su mirada adoptó un brillo que hizo estremecer a Zelda. Maldijo a Link para sus adentros. Odiaba lo que conseguía hacerle sin apenas dificultad. En el fondo era blanda.

—No deberíais retarme, princesa.

—¿Quién ha hablado de un reto?

—Tú misma. No seas cobarde, Zelda.

Ella se irguió en la silla del caballo.

—No os conviene retarme, ser Link.

Él le mostró una sonrisa que hizo que su corazón se acelerara. Sintió como su rostro empezaba a arder, y aquello la frustraba a más no poder. Así que le asestó un golpecito amistoso en el hombro.

—Diosas, céntrate —murmuró, más para sí misma que para él—. Tenemos un viaje por delante.

—¿A Farone? —preguntó él, como si necesitara otra confirmación.

—A Farone —asintió Zelda.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora