IX

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Kakariko era el único lugar, además de la región de los zora, donde todavía se inclinaban ante ella.

Era una aldea oculta y protegida por montañas. Los guardianes y la destrucción del Gran Cataclismo no habían llegado hasta allí gracias a la posición estratégica en la que se encontraba, al igual que la aldea Hatelia, protegida por una muralla y un estrecho paso entre dos montañas.

Zelda sentía escalofríos siempre que ponía un pie en Kakariko. No le ocurría lo mismo en la región de los zora, tal vez porque allí, en el fondo, no se esperaba nada de ella. Los sheikah sí creían que Zelda aún tenía un deber para con el reino; que pronto recuperaría el trono y se coronaría como reina.

«Reina de un reino roto —pensó ella con amargura mientras guiaban a los caballos hasta la casa de Impa. Los cascos levantaban nubes de tierra y polvo—. Padre tenía razón. Soy heredera de nada.»

Link debía de sentirse de forma parecida, porque tenía la mandíbula tensa, y sus ojos no paraban de examinar lo que los rodeaba. A Zelda le habría gustado tranquilizarlo, pero sabía que no conseguiría mucho debido a su propio nerviosismo. Cuando viajaban solos, cuando pasaban noches en el duro suelo de un bosque en medio de la nada, ambos tenían la falsa sensación de que eran libres. Y, al llegar a Kakariko, recordaban que formaban parte de un destino mucho más grande. O al menos así lo veía Zelda.

Dejaron los caballos en los establos y recorrieron la larga escalinata que llevaba a la casa de Impa. Antes de abrir las puertas, Link se detuvo para mirarla. En silencio, le preguntó si estaba lista. Zelda no lo estaba, pero asintió de todas formas porque no lo había hecho recorrer todo aquel camino para acobardarse en el último momento.

«Tampoco es como si no hubieras visto a Impa antes. Estoy siendo tonta.»

Habían ido de visita a Kakariko poco después de que Zelda estuviera lo suficientemente fuerte para viajar. Recordaba la forma en que el corazón se le había hundido al ver a Impa después de un siglo; con arrugas marcándola por todas partes y encorvada bajo el peso de la edad. La propia Zelda debería estar así. Ambas eran reliquias del pasado, igual que Link.

Pero el destino era injusto, y no otorgaba regalos a muchos.

En el interior, Impa se sorprendió al verlos y los recibió con una taza de té. Zelda inspiró hondo y tomó asiento junto a Link. Aquel lugar siempre olía a madera y a hierbas, como si un elixir estuviera cocinándose todo el tiempo en la habitación contigua. No era un olor reconfortante, precisamente.

—Habladme de vuestros viajes —dijo Impa, rompiendo el silencio tenso que reinaba en la habitación.

Eso era fácil. A Zelda se le daba bien hablar de sus viajes.

—Hemos estado en Hatelia y en Onaona. También hemos visitado el desierto y la región de los zora varias veces. Hemos viajado por toda Necluda para completar la enciclopedia hyliana. Odio que Link no se haya ocupado de un módulo tan valioso como es debido. —Le lanzó una mirada de reproche—. También hemos estado en la playa de Hatelia y he aprendido a nadar, Impa. Link me enseñó. Diosas, llevaba años sin divertirme tanto.

El recuerdo hizo que se ruborizara. Lo había visto casi desnudo por primera vez en cien años. Y, por Hylia, había cambiado. Tenía más cicatrices y estaba más fuerte y más alto, aunque de eso se había dado cuenta con toda la ropa del mundo. Pero tenerlo frente a ella tal y como era había sido... fascinante, como poco.

Y lo peor era que él también la había visto a ella. Se había puesto tan pálido que Zelda había temido que fuera a derrumbarse allí mismo.

—Me alegra que hayáis encontrado algo de paz —sonrió Impa, y sus ojos casi desaparecieron entre las arrugas. Seguía siendo una sonrisa amable, sin embargo—. Pero ahora estáis aquí después de muchas lunas.

—Sentimos no haber venido antes. Yo...

—No tienes que disculparte, niña —dijo Impa con simpatía—. Entiendo que quisierais libraros de las ataduras del pasado. Este lugar es el que más os recordará a lo que fue Hyrule hace un siglo. Viajad si eso os hace felices. No voy a obligaros a que me mantengáis informada de todos vuestros pasos.

Zelda asintió, agradecida, y un peso desapareció de su corazón. Impa se lo había dicho varias veces ya, pero ella siempre necesitaba que se lo recordara.

—Creo que sé por qué habéis venido, de todas formas.

Link se irguió a su lado. Zelda frunció el ceño.

—Nosotros...

—Tiene que ver con esos molestos temblores, ¿no es así?

—¿Los habéis sentido aquí? —dijo Link, interviniendo por primera vez. Parecía alarmado.

«Preocupándose por los inocentes a toda costa. Es demasiado bueno», pensó ella con tristeza.

—Por supuesto que sí. Se han sentido en todo Hyrule, sobre todo en las zonas más cercanas al centro. Eso incluye Necluda, por desgracia.

—¿Las más cercanas al centro? —repitió Zelda—. ¿Cómo sabéis eso?

Impa sonrió.

—Los sheikah tenemos métodos para medir fenómenos como este. Los investigadores de Prunia detectaron que el origen de esos temblores es, probablemente, el castillo. Se desconoce el motivo todavía. Estoy pensando en enviar a mis exploradores a investigar.

La noticia cayó sobre Zelda como una losa pesada. El corazón le aporreaba en el pecho y, en su cabeza, vio los ojos rojos que la observaban en medio de la oscuridad. Los mismos ojos que la atormentaban en sus pesadillas.

«El Cataclismo... Oh, Diosas, otra vez no...»

—Debajo del castillo hay un observatorio —dijo Link entonces.

Zelda alzó la vista para mirarlo. Impa frunció el ceño.

—¿De qué clase de observatorio estamos hablando, muchacho?

—Luché allí con el Cataclismo, al principio —respondió él—. Estaba justo debajo del bastión central del castillo.

—La profecía decía que el Mal dormía bajo los cimientos del castillo —susurró Zelda—. Que saldría de allí. Y el Cataclismo... Él apareció bajo nuestros pies. Siempre había estado ahí. Siempre.

—¿Zelda?

Ella lo miró, rogándole que la entendiera.

—Ya sé lo que hacer.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora