XIX

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El clima húmedo de Farone ponía de mal humor a Zelda. Deseaba por todos los medios deshacerse de sus ropas para poder respirar con normalidad en aquel ambiente sofocante, pero no eran los únicos viajeros que recorrían aquel sendero. Además, Link estaba delante. Se sentía cómoda a su lado, pero no quería estropear los pocos avances que habían hecho desde el inicio de aquel año.

Él, por su parte, no parecía molesto por la humedad. Y eso que llevaba más protecciones que ella. Supuso que estaba acostumbrado a llevar ropas y armadura en ambientes poco favorables. Era soldado, después de todo.

Habían dejado a los caballos en la posta más cercana. Link decía que la jungla era un lugar peligroso para ellos; no podían avanzar entre la vegetación y corrían el peligro de hacerse daño en una pata. La jungla era difícil de atravesar a pie para un hyliano. Zelda no podía ni imaginarse cómo sería para un caballo.

Mientras desayunaban, revisó las imágenes que habían tomado de la cueva bajo el castillo con la piedra sheikah. El mapa señalaba a Farone, pero ya estaban en Farone. Solo les quedaba adentrarse un poco más en la región. Sin embargo, sus esfuerzos serían inútiles si no sabían lo que buscaban. Ojalá el mapa fuera más claro.

Se detuvo al ver un detalle que se le había pasado por alto. Acercó la piedra sheikah más a su rostro y entornó los ojos. Había espirales en las construcciones de la cueva. También aparecían grabadas en el mapa de la pared. Zelda supuso que su único propósito sería dar decoración a la cueva, pero ¿por qué habían elegido espirales? Debían tener un significado. Había aprendido, tras años de investigación, que las civilizaciones antiguas no habían dejado nada atrás a la ligera.

Las espirales eran más pequeñas en el mapa, aunque las que estaban grabadas en las columnas eran más amplias.

—¿Estos símbolos te suenan de algo? —le preguntó a Link, que se estaba comiendo las sobras del desayuno.

Él cogió la piedra sheikah y examinó la imagen con atención, como había hecho Zelda. Frunció el ceño y permaneció pensativo por unos largos instantes. Luego cerró el módulo de imágenes y eligió el mapa. Le mostró una extraña estructura cuadrada en medio del mar, al norte, que Zelda reconoció al instante.

—Los he visto grabados en los muros. Este es el...

—Es uno de los laberintos de Lomei. Lo sé —dijo ella, interrumpiéndolo. Empezó a hablar muy deprisa, entusiasmada—. Diosas, hacía tanto tiempo que no pensaba en ellos. ¿Todavía siguen en pie? Pasé un tiempo investigándolos hace cien años, aunque padre nunca me dejó explorarlos. Tampoco mandó investigadores. Decía que era peligroso y que no serviría de nada buscar respuestas allí. No revelarían nada sobre cómo derrotar al Cataclismo. —Miró a Link con los ojos muy abiertos. El corazón le latía muy deprisa—. ¿Has visitado alguno?

Él estaba sonriendo. Una pequeña parte de Zelda se preguntó qué le haría tanta gracia, pero el asunto de los laberintos le parecía infinitamente más importante.

—Estuve en los tres —respondió, encogiéndose de hombros, como si aquello fuera lo más normal del mundo.

A Zelda se le escapó una exclamación ahogada.

—¿En los tres? —repitió—. ¿Es una broma?

Link pareció ofendido.

—Claro que no es una broma. ¿Por quién me tomas?

Lo creyó al instante. No había visto aquella parte de su viaje, pero eso no era nuevo. Había días —incluso semanas— en los que había estado demasiado ocupada manteniendo al Cataclismo en su prisión para vigilar los pasos de Link.

—Tienes que contármelo todo —dijo. Sintió un cosquilleo en los dedos. Necesitaba su antiguo cuaderno de notas cerca. El mismo que se había llevado a las excavaciones y a los laboratorios sheikah, hacía cien años—. ¿Es verdad que hay un santuario al final de cada laberinto?

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora