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Partieron de la región de los zora unos días después. No les quedaba nada más que hacer allí, y ninguno de los dos quería permanecer más tiempo del necesario en aquel lugar. No podía hablar por Link, pero al menos Zelda prefería estar fuera. Al aire libre. Lejos del peso del pasado.

—Deberíais quedaros una semana más, al menos —les dijo el príncipe Sidon una noche, mientras se preparaban para marcharse—. Celebramos el aniversario del reinado de mi padre. Os divertiríais.

—¿Cuántos años lleva gobernando? —quiso saber Link.

Sidon se lo pensó unos instantes.

—Doscientos once años —respondió al fin. Él se quedó boquiabierto, aunque a Zelda no la sorprendía en absoluto. Los zora alcanzaban edades mucho más avanzadas que los hylianos, y ella sabía que el rey Dorphan llevaba siglos en el trono—. Uno de los reyes que más tiempo lleva en el trono —añadió con cierto orgullo.

Zelda le sonrió.

—Me alegra que tengáis un gobierno estable —le dijo. Los zora tenían riquezas y vivían aislados en la región de Lanayru. Podrían haber intentado liderar el reino después del Gran Cataclismo. Podrían haber hecho más. Sin embargo, habían decidido permanecer escondidos. Una diminuta parte de ella los resentiría siempre por ello.

—Vosotros mejoraréis también con el tiempo —le aseguró el príncipe en su eterno optimismo. Zelda lo encontraba irritante—. Seguro que queda poco para que os nombren reina, princesa.

Ella se quedó rígida. En el fondo sabía que Sidon no tenía malas intenciones, que solo intentaba hacerla sentir mejor. Pero, Diosas, cómo se notaba lo poco que la conocía. Comentarios como aquel, lejos de ayudarla, solo empeoraban su situación.

Sintió la mirada de Link clavada en ella, al otro lado de la habitación en la posada. Se preguntó, con una pizca de irritación, qué demonios estaría mirando. Él había permanecido a su lado voluntariamente, pese a lo mucho que Zelda había insistido en que lo pensara con detenimiento. No quería mantenerlo atado a su lado por un falso sentido del deber; si iba a estar con ella, quería que fuera por voluntad propia. Y no había dejado de insistir hasta asegurarse de que él lo había entendido también. Sin embargo, ¿permanecería junto a ella si decidiera ser reina?

«Aún es pronto —se dijo—. No hemos decidido nada. Ni siquiera sabes lo que vas a hacer.»

Cerró los ojos por un corto instante. Diosas, a veces deseaba tener la capacidad de silenciar sus pensamientos. No hacían más que confundirla.

El príncipe Sidon empezaba a mostrarse preocupado por su silencio, así que Zelda se obligó a responder.

—Aún no sé qué haré en el futuro —dijo, y las palabras estuvieron a punto de atascarse en su pecho—. No lo he decidido. Creo... creo que debo viajar un poco más.

Se atrevió a mirar a Link entonces, desafiándolo en silencio. Sus ojos estaban en calma, como siempre, aunque tenía aquella expresión que tanto la molestaba. La misma que solía utilizar un siglo atrás, cuando quería ocultar sus pensamientos.

«No importa lo mucho que insista, ¿verdad? Él jamás dejará el pasado atrás.»

Se tragó un suspiro de resignación. Sidon pareció notar la tensión en la habitación, porque cambió de tema de repente. Ella se lo agradeció con la mirada.

Al día siguiente, Link y ella resumieron el viaje en silencio. No se dirigieron la palabra durante toda la mañana salvo para decidir dónde parar a mediodía, y luego continuaron sin sufrir ningún otro incidente. Al anochecer, sin embargo, percibió que él estaba inquieto. Se movía más que de costumbre y, tras encender la hoguera, se levantó varias veces a otear el horizonte, como si algún monstruo fuera a aparecer de un momento a otro para abalanzarse sobre ellos.

No dijo una sola palabra sobre eso tampoco.

Se disponía a probar el guiso que él acababa de hacer cuando Link se decidió a hablar de una vez por todas.

—¿A dónde quieres ir ahora?

Aquella pregunta la decepcionó, no iba a mentir. Se había esperado una disculpa, una explicación. Aunque tampoco era como si tuviera algo por lo que disculparse. La culpa era de Zelda. De su mal hábito de enfadarse con él por cualquier tontería. No se lo merecía.

—No lo sé. Podríamos volver a Kakariko. O también podríamos ir a Akkala. He oído que Rotver sigue vivo.

El viento le revolvió el pelo, que se le metió en los ojos. Lo apartó con un gruñido de
frustración. Siempre lo llevaba trenzado y apartado del rostro, pero había decidido hacer una excepción por aquella noche. Sobraba decir que había sido una mala idea.

—Podría... enseñarte un sitio —sugirió él con cierta timidez. Eso la sorprendió. Link podía ser reservado y poco hablador, pero nunca tímido. Si tenía que decir algo, lo decía sin vacilar—. Está lejos de Akkala, pero no hay ninguna prisa, ¿verdad?

Le mostró una sonrisa débil. Ella intentó devolvérsela, de veras lo intentó, pero fue superior a sus fuerzas. Se reprendió a sí misma por ser tan injusta con él.

—No. No la hay.

Sus ojos se iluminaron un poco más, y ella sintió un cosquilleo cálido en el vientre.

—Lo descubrí mientras viajaba. Yo... —Carraspeó y alzó la vista para mirarla—. Pensé en ti cuando estuve allí. En lo mucho que te gustaría.

Oh, Diosas. No podía enfadarse con él. No cuando la miraba esperanzado y le decía cosas como aquella.

«Al infierno —pensó—. Va a acabar conmigo.»

—¿Y por qué has esperado tanto para llevarme? —preguntó ella con un hilo de voz.

Odiaba la facilidad con que la desarmaba. Nadie había tenido esa habilidad, ni siquiera hacía cien años.

—No hemos tenido tiempo.

Ella le dirigió una mirada plana, y él soltó una carcajada. No había un sonido mejor.

—Espero que tengas razón —dijo Zelda, fingiendo severidad.

—No lo dudes.

Y ella no dudaba en absoluto. Sabía que, si alguien podía enseñarle los lugares más maravillosos de Hyrule, era él.

Zelda olvidó su frustración por una noche más.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora