XXVI

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Partieron de Kakariko al amanecer del día siguiente, con las alforjas cargadas de provisiones y de libros y antiguos pergaminos que Zelda había encontrado útiles durante sus viajes y su estancia en Kakariko. Lo cargaron todo en las alforjas de Leche. Impa se había alarmado al ver al enorme animal, pero Link le había asegurado que era inofensiva —al parecer había decidido que Leche era hembra— y nadie había hecho más preguntas. Zelda lo agradecía.

Leche iba más rápido de lo que se esperaría de un animal de su tamaño. Sus patas dejaban huellas en los caminos embarrados de Necluda y en los antiguos senderos polvorientos y descuidados del centro de Hyrule. Los había llevado cuatro días de viaje llegar hasta allí, sorteando temblores y forzando la marcha. Leche no se asustaba con los temblores, por suerte. Era como si ya estuviera acostumbrada a ello.

A Zelda empezaba a gustarle el animal. Seguía reprendiendo a Link por ser temerario y llevarse a una criatura salvaje y desconocida como montura, pero en el fondo había tenido razón en lo de que Leche era inofensiva. Solo protestaba cuando estaba cansada y podía comer casi todo lo que le ofrecían. Zelda empezaba a preferirla por encima de los caballos. Incluso había considerado de nuevo la posibilidad de montar. Sin embargo, la voz de la razón había ganado la batalla.

Acamparon muy cerca del castillo, en medio de la Llanura de Hyrule. Las murallas de la vieja Ciudadela eran visibles en la distancia, y las torres del castillo proyectaban sombras con las luces del atardecer. Zelda tenía la sensación de que el castillo iba a caérseles encima. Se abrazó a sí misma mientras lo contemplaba, de pie sobre una de las grietas que los temblores habían producido. Tenía un aspecto mucho más siniestro que de costumbre, como si de verdad hubiera algo oscuro escondiéndose ahí abajo.

Zelda aún se obligaba a tener esperanza. La esperanza la había mantenido en pie hacía cien años, cuando estaba prácticamente sola y sin forma de avanzar, y debería mantenerla en pie ahora también. No obstante, podía sentir como desaparecía poco a poco cuanto más tiempo pasaba contemplando el castillo.

Escuchó pasos a su espalda y poco después percibió una mano sobre su hombro. Se giró para mirar a Link, y leyó comprensión en sus ojos. Zelda se preguntó si de verdad la comprendería.

«Claro que te comprende —se dijo—. Él ha perdido lo mismo que tú, si no más.»

—¿Tienes hambre? —le preguntó—. Nos quedan sobras de Kakariko.

Zelda sonrió.

—Pan duro una noche más, pues.

Estaban guardando las verdaderas provisiones para cuando llegaran al castillo. No habían visto que la comida abundara durante su primera expedición a la zona subterránea, y no querían tomar riesgos. Ya se arriesgaban lo suficiente explorando aquel lugar.

—No te lo vas a creer —repuso él con una sonrisa llena de arrogancia—, pero he encontrado un jabalí.

—¿Un jabalí de verdad? ¿Aquí? —dijo ella, incrédula. Confiaba en las habilidades de Link para cazar, pero no había esperado que fueran a encontrar animales en aquella zona tan hostil. El propio Link le había explicado que muchas criaturas habían huido a otras zonas después del Gran Cataclismo por culpa de los guardianes.

—Hoy es nuestro día de suerte, supongo.

Le mostró una última sonrisa y luego dio media vuelta para ir hacia la cacerola que se habían llevado para el viaje. Hizo un gesto para que Zelda lo siguiera, y ella obedeció con ánimos renovados.

El olor del guiso que Link estaba preparando hizo que su estómago rugiera de hambre. Habían estado racionando de manera minuciosa las provisiones que habían traído, y ambos habían sabido desde el principio que la comida no iba a abundar, precisamente. Aquello era como un banquete, después de tantos días alimentándose de dura carne en salazón, queso y pan viejo.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora