III

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No sufrieron ningún otro contratiempo durante el resto de su viaje. La tierra no tembló ni se fracturó bajo sus pies. Ni siquiera llovió, aunque era raro que el sol estuviera fuera en la región de Lanayru. Sin embargo, Zelda no estaba dispuesta a emitir una sola queja, y sospechaba que Link tampoco.

Llegaron al dominio zora después de casi seis días de viaje. Habían esperado llegar antes, pero se habían retrasado haciendo parones para explorar en medio del camino. Link conocía Hyrule como la palma de su mano, y se distraía con cualquier cosa para mostrarle un lugar cercano que había descubierto durante sus viajes. Zelda lo agradecía. Ella también solía distraerse con facilidad. Por cosas como aquella ambos se entendían tan bien.

Los zora los recibieron con respeto. Le profesaban admiración a Link después de lo que había logrado con la Bestia Divina, y esa admiración había recaído sobre Zelda también. Había existido cierta reticencia entre algunos zora, aunque con el paso del tiempo se habían dado cuenta de su error. Zelda podía decir que estaba orgullosa de haberlos hecho cambiar de opinión. Ni siquiera su padre lo había tenido fácil con los zora.

Zelda se reunió con el rey Dorphan por la tarde, el mismo día de su llegada. El monarca los recibió como si fueran héroes recién llegados de una batalla, aunque no fuera la primera vez que visitaban aquella región desde la derrota del Cataclismo. A los zora les gustaba la pomposidad y la ostentación.

—¡Princesa Zelda! —exclamó el rey nada más verlos llegar, seguidos por dos guardias del palacio—. Es un placer teneros de vuelta. ¡Y con el elegido hyliano, ni más ni menos! ¿A qué se debe vuestra visita esta vez?

Zelda forzó una sonrisa y se inclinó ante el rey. Ya no era princesa, aunque no pensaba sacar a los zora de su error. Al menos no la odiaban por lo ocurrido, como había creído durante el último siglo. Sobre todo tras lo que Link le había contado.

—He venido para hablar sobre la Bestia Divina, majestad.

Hubo silencio por un instante que a Zelda le pareció demasiado largo. Sabía que aquel era un asunto doloroso para los zora, igual que lo sucedido con la princesa Mipha. Pero podía decir que en aquella ocasión se había preparado para lo peor.

—¿Ruta? ¿Es que algo le ocurre?

—En absoluto —contestó Zelda—. Solamente nos gustaría acceder al interior para comprobar que todo sigue en buen estado.

—¿Ha habido alguna queja de las otras razas? ¿De las otras Bestias?

—No, majestad. Es solo algo que me gustaría investigar. —Dio un paso al frente y sonrió con una pizca de simpatía—. Quiero asegurarme de que no haya signos de malicia en el interior de Ruta. Seguro que podéis comprenderme. Después de tanto tiempo pendiente de una amenaza, es... difícil aceptar que ya nadie corre peligro. Que todo ha quedado atrás.

Y lo que Zelda estaba diciendo era cierto de principio a fin. Sus pesadillas eran la viva
prueba de ello. Contemplaba sus manos cada pocas horas, esperando verlas brillar, o rozaba la Espada Maestra para asegurarse de que no le transmitía ningún susurro de precaución. Y debió de sonar sincera, porque el rey Dorphan pareció afectado por sus palabras.

—Os comprendo mejor que nadie, princesa —suspiró—. Permitiré que vayáis al interior de la Bestia Divina. Tenéis mi bendición.

Zelda se inclinó y Link, a su lado, hizo lo mismo.

—Link, hijo, estás muy callado —dijo Dorphan de pronto. Zelda sintió como se quedaba rígido a su lado—. ¿Va todo bien?

Él carraspeó. Zelda lo miró y sonrió para darle ánimos. Era más hablador después del Cataclismo, aunque pronunciarse ante gente importante seguía resultándole difícil. Zelda nunca lo admitiría en voz alta, pero le resultaba enternecedor. Supuso que había cosas que no cambiarían jamás.

—Estoy bien, majestad. Acompaño a... a la princesa en sus viajes.

Zelda contuvo una risita. Estaba tan acostumbrado a llamarla por su nombre que había estado a punto de irse de la lengua. Sintió que sus mejillas enrojecían también, muy a su pesar, y clavó la vista en el suelo para que el rey no lo viera.

—Me alegra oírlo. Sé que estará en buenas manos mientras tú estés a su lado, muchacho. ¿Tienes la armadura de mi hija a buen recaudo?

Zelda se quedó muy quieta entonces, y sus mejillas dejaron de arder. Miró a Link, que le devolvió la mirada, y vio que había desesperación en sus ojos. El corazón de ella latía muy deprisa, aunque estaba más confundida que dolida. ¿Mipha le había hecho una armadura? Debía de haber sido hacía cien años, pero Link jamás se lo había contado a ella. ¿La habría aceptado? Peor aún, ¿habría decidido ocultárselo?

«Tampoco tenía por qué decírmelo.» Solo habían sido amigos hacía cien años, después de que el desagrado de Zelda diera paso a la confianza. Habían sido muy buenos amigos. Tanto que ella empezó a encontrar a su caballero escolta terriblemente atractivo, por dentro y por fuera. Pero jamás se lo había dicho a él. Ni siquiera ahora, que compartían besos secretos en medio de lo salvaje.

—Yo... —empezó él, mirando al suelo—. Me aseguro de que se encuentre en buen estado, majestad.

—Eres un buen muchacho —dijo el rey, asintiendo con aprobación.

Zelda se inclinó ante el rey. Salieron de allí en silencio porque a ella no se le ocurrió hacer ninguna pregunta.

Las lágrimas del reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora