Capítulo 44.

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Año 1237.
Valle de la muerte.

Ash:

Aquel lugar era solitario, rodeado por peligrosos animales, montañas engañosas, bosques secos, ríos anchos y profundos, e historias, tantas historias que sólo dementes o desesperados acudían allí y nunca lograban llegar. Era el lugar perfecto, nunca creyó que podría sentirse tan cómodo en el mundo de mortales, era ese lugar en específico; tierra húmeda a pesar de los árboles muertos, clima nublado, brisa fresca que no tenía idea de donde provenía, uno que otro animal colmilludo rondando sin molestar, nada de cantos de torpes pajarracos, sus cuervos volaban en círculos sobre el cielo, cada tanto se alejaban a descansar sobre el esqueleto de un árbol muerto. Distinguía el sonido de la corriente del río deslizándose sobre afiladas y grandes rocas, sobre uno que otro hueso que no había sido arrastrado. Era tranquilizador.

Llego a ese lugar durante una crisis en su mente, ante la frustración de sus planes y futuro. Apenas puso sus pies allí, se encargó de convertir cada flor, hoja, y cosa de color vivaz en menos que cenizas. Las grandes arboledas del bosque, se secaron ante su ira, los pastizales desaparecieron, las flores ardieron, la tierra se agrieta y el río tembló. Supo que hizo bien al no ir a su propio reino para quitar su ira. La mayoría de animales huyeron, al menos lo intentaron, no fueron tantos los que lo lograron. Ahora solo habían carroñeros, de los que no lo fastidiaban.

El lugar siempre estaba nublado, había decenas de tormentas constantemente y lo adoraba. Iba a ese lugar constantemente desde hace ya treinta y cinco años y solo tres veces vio sol entre las nubes.

En un incio a sus segundos al mando, les preocupó que pasara tanto tiempo allí, pero Ash estaba molesto, no era idiota. No dejo de cumplir sus deberes, maldito era quien intentara engañarlo, durante esas décadas quien trató de evitar la muerte tuvo un fin particularmente cruel debido al mal humor de su servidor. A los dioses o a los subordinados de Ash, no les importaba como llevara a cabo sus deberes mientras los hiciera. Sus cuervos permanecían con él por gusto, y para dejar a otros tranquilos. Ningún dios intentó buscarlo u hablar con él, sabían bien que les convenía mantenerse alejado en ese momento.

Sabia de una aldea no muy lejos, eran muchos los que intentaban llegar a donde estaba, no sabía el porqué, pero no debía molestarse en encargarse de ellos, el río solía hacer el trabajo, era como su trampa de muerte personal y le encantaba. Cada tanto se levantaba la capucha de su capa y rondaba los bordes del rio, asustando a más de un par, otra veces paseaba a través del bosque o simplemente la nada, pensando una y otra vez en las mismas palabras.

Los Mellizos Peverell BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora