CAPÍTULO 4

170 74 15
                                        

"CUANDO EL LLANTO SE CONVIERTE EN DEPRESIÓN"

Dicen que el llanto cura el dolor, que dejarlo correr es permitirnos dejar ir el motivo de nuestro sufrimiento. ¿Pero cuánto es necesario llorar? ¿Cuánto es poco y cuánto es suficiente? Porque lo cierto es que la tristeza nunca parece ser aceptada, siempre luce como un estorbo, un huésped que llega sin previo aviso o incluso sin una invitación.

Una semana recluida en esta habitación, dos semanas desde el secuestro y el tiempo sigue transcurriendo cegado ante las desgracias ajenas. No se detiene por nada ni nadie, viaja por y para sí mismo. Al tiempo no le importa quién se queda atrás o quién lo acompaña, se mantiene firme en su trayecto. Quisiera ser tan insensible y determinado como él.

Es la segunda vez que duermo durante el día. Mi cuerpo parece estar más agotado últimamente, pidiendo que cierre mis ojos y que descanse una y otra vez. Permanezco más entre malos sueños que despierta, por lo tanto, la hinchazón en mis párpados disminuye muy poco.

Me aferro a la sábana que me cubre por completo ―a excepción de mi rostro― y la calidez que esta desprende me hace sentir como si estuviera siendo sostenida por unos brazos que alivian, que reconfortan. Así, acostada de lado y observando la puerta cerrada, espero con paciencia el momento en que vuelva a ser abierta, pues la rutina es lo que me mantiene activa cuando estoy consciente.

Me pregunto si alguien allá afuera sigue esperando que regrese a casa, si hay al menos una persona aguardando por recibir una noticia mía, si mi padre está buscándome. Me pregunto si alguien recuerda que todavía estoy desaparecida y si aún no se han dado por vencidos conmigo: ¿por qué no me han encontrado?

Me pregunto si alguien se empeña en mantener la esperanza de que vuelva con tanta convicción como yo la tengo al no dejarme vencer por los pensamientos intrusivos y recurrentes que se cuelan cada día en mi mente, invitándome a rendirme, a ponerle un fin definitivo a esto. No hay un plan, solo una idea, un mismo final, como una película reproduciéndose con la intención de incitarme a imitarla.

Escucho el característico sonido de las llaves y pese a que a las cortinas están cerradas, sé que esta vez es la hora de la comida, pero me sorprende darme cuenta de que no es la persona que yo pensé que sería. Se trata de una señora pelirroja de baja estatura que en cuanto nota mi presencia, muestra una tierna sonrisa.

Podría ser alguien del servicio, pues la ropa que está usando se asemeja a un uniforme: un pantalón negro de vestir y una blusa morada abotonada.

―Buenas tardes, mi niña. ―Se acerca a mí y reparo en que trae comida repetida―. Hoy me toca acompañarte, comeremos juntas.

Su voz es afectuosa, no me da razones para creer que podría ser un peligro para mí. A simple vista parece ser una persona cariñosa.

―Sé que estás acostumbrada a que sea Oliver quien traiga tus alimentos. ―Se sienta a mi lado y yo por instinto me incorporo sobre la misma cama―. Lamento la decepción. Él se encuentra ocupado en la ciudad, entonces por ahora soy yo quien está al pendiente de ti. Me pidió que me cerciorara de que estuvieras bien.

―¿Él le pidió que me cuidara? ―interrogo confusa.

―Así es. No te habría dejado en las manos equivocadas y créeme cuando te digo que en esta mansión las manos correctas son las suyas. ―Me extiende un tazón con arroz y pollo frito―. Para empezar, me presento: soy Rosie. Tú te llamas Madison, ¿verdad?

Yo solo asiento con la cabeza al tener mi boca llena.

―Es un nombre muy bonito. Me habría gustado usar ese nombre de haber tenido hijos. ―En sus ojos chicos y almendrados encuentro añoranza.

PLAN DE ESCAPEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora