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El pequeño automóvil de Pedro casi no llega a destino. Entre los tres habían empacado casi todas sus pertenencias, teniendo en cuenta que no tenían ni idea de cual sería su papel durante el próximo mes en los eventos sociales del Palacio de Vianden.

Viajaban a través de la encantadora ruta hacia aquel pequeño país, con las canciones de Taylor Swift sonando a alto volumen y los nervios implorando por manifestarse a través de sus cuerpos.

Amaya había bajado la ventanilla delantera y cantaba con profunda desafinación mientras intentaba vencer al viento que se escurría entre sus dedos. Pedro manejaba con sus dos manos en el volante imitando a su amiga unas octavas más bajas y Cloe reía con entusiasmo mientras enfocaba con su cámara una perfecta postal de la fachada del palacio desde su ventana.

-Prepárense para despedirse de Taylor.- les anunció divertida logrando que sus amigos detuvieran su entonación para mirarla.

-¿Qué quieres decir?- le preguntó Amaya con un gesto serio, que casi no utilizaba.

-¿No leyeron los protocolos que les envíé?- les preguntó Cloe con algo de reproche.

-Preciosa, sabes que eso te lo dejamos a ti. ¿Algo de lo que debamos preocuparnos?- le preguntó Pedro alzando una de sus cejas con elocuencia.

Cloe suspiró y puso sus ojos en blanco.

-Si yo sabía que se los enviaba en vano.- comenzó a decir Cloe sin dejar de sonreir.

-Para empezar no admiten música casi en ningún lugar de la propiedad. - explicó para recibir un bufido de fastidio de sus amigos.

-No se puede caminar por los jardines sin autorización, ni comer en otro lugar que no sea el lugar asignado. Hay que respetar los horarios establecidos por la cocina y no salirse de la planificación que nos enviaron. Y Pepi...- dijo haciendo una mueca de pena.

-¿Qué? Dilo de una vez sin anestesia.- le dijo su amigo exagerando su falso dolor.

-Hay un estricto código de vestimenta.- señaló sin poder evitar contener la carcajada al observar la camisa estampada y las bermudas de un violeta estridente que vestía su amigo.

-Ah no, no no, pero si mi vestimenta es la última moda en New York. ¿Qué sabe la monarquía de estilo? Deberían contratarme como vestuarista, no saben de lo que se pierden.- dijo logrando que sus amigas estallaran en una carcajada que los ayudó a completar el resto del trayecto mitigando los nervios que intentaban acallar.

Llegaron una media hora más tarde y se anunciaron a un guardia de vestimenta graciosa que les indicó un camino lateral que los llevó al edificio de empleados, que no era más que una estructura gigantesca de paredes relucientes y estatuas desafiantes en cada una de sus múltiples entradas.

Cloe había soñado con visitar aquel palacio desde el primer día en que lo había visto desde el ventanal de la cafetería y ahora que por fin estaba allí, todo parecía aún mejor de lo que había imaginado.

Un hombre de unos sesenta años, con ceño algo fruncido y traje estrictamente planchado, les anunció que era el jefe de personal. Su nombre era Henry, pero todos lo llamaban Herr Baumann.

Sin perder su seriedad, ni siquiera con una broma que intentó hacerle Pedro, les mostró sus habitaciones y repitió de memoria, como si fuera una lectura de derechos policiales, las reglas de aquel lugar, que parecía extraído de la edad media. Los tres amigos se miraron con algo de incertidumbre. Habían conseguido un contrato generoso, el más generoso desde la creación de su agencia, sin contar el prestigio que les daría haberse desempeñado allí. En verdad, valía la pena hacer el esfuerzo.

Herr Baumann les anunció que los esperaban en dos horas en el jardín Noreste para la presentación oficial y con una escueta mirada de desagrado les sugirió con sutileza que vistieran más elegantes.

Los tres aguardaron su partida para mirarse y finalmente volver a reír. Sin dudas estaban a punto de comenzar la experiencia más extraña de sus vidas, pero no había mejor manera de vivirla que los tres juntos. 

Una foto realDonde viven las historias. Descúbrelo ahora