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Cloe había pasado toda la noche dando vueltas en su cama. Luego de una divertida cena con sus amigos, en la que se había comportado más como una espía rusa que como ella misma, sus sentimientos estaban encontrados. 

Al principio temía volver encontrar a Franz, pero al no verlo llegar terminó sintiéndose decepcionada. Amaya había descubierto que los empleados de seguridad y los que desempeñaban tareas de docencia no compartían aquel edificio y a juzgar por el atuendo que lucía durante su encuentro, Cloe asumió que el trabajo de Frank tenía que ver con eso. ¿Sería un profesor de alemán? ¿De literatura tal vez? ¿De matemáticas? Su mente la llevaba  a los lugares más insólitos y a su vez le recordaba que no podía evitar pensar en él. 

No quería que aquel pequeño imprevisto alterara su desempeño pero cada vez parecía menos pequeño. 

Recordaba aquella noche y su cuerpo volvía a excitarse. Se reprendía a sí misma intentando recordar aquella discusión, pero parecía perder peso al lado de las vividas sensaciones de su encuentro aún tatuadas sobre su piel. Debía olvidarlo, debía dejar de pensar en él, debía dejar de imaginar futuros encuentros que no tenían lugar en la vida real. Y sin embargo no podía hacer otra cosa. 

Entonces cruzó por su mente una nueva razón por la que aquella foto podría haberle molestado: Era casado. 

Por supuesto, como no lo había pensado antes. Siempre creyó que había inventado aquella discusión para escapar pero de repente al compartir su cena con las familias que vivían y trabajaban en el castillo comenzó a creer que a lo mejor él tenía una familia. 

Entonces ya no pudo sacarse esa idea de la cabeza. Dejó de imaginar futuros encuentros, ella nunca se interpondría en medio de una familia. Eso derrumbó, al menos por esa noche, las ganas de volver a verlo y por fin pudo conciliar el sueño. 

A la mañana siguiente aceptó la sugerencia de vestuario propuesta por Pedro, le pidió un café a Frau Kauffmann, una mujer de unos cincuenta años, encargada de la cocina de los empleados, que ya se habían ganado su corazón y se apresuró a juntar sus cosas. 

La planificación indicaba que podía asistir a las clases de las mellizas para documentarlas, mientras Pedro y Amaya acompañaban a Irina a la inauguración del área oncológica del hospital del sur. 

Cloe lamentó no contar con sus amigos en su primer día oficial de trabajo, pero sabía que normalmente obtenía buenos resultados. Su cámara era la única con la que se entendía siempre y a través de su visor adquiría toda la confianza que deseaba mostrar en todo momento de su vida. 

Una vez en el edificio central, le indicaron una sala del primer piso en la que Klaudia y Petra estudiaban y algo incómoda por la falda tubo que Pedro le había insistido en usar, subió los escalones de aquella mullida alfombra para golpear la puerta con sutileza. 

Una mujer de unos sesenta años le abrió y la observó con cara de pocos amigos. Cloe alzó su cámara de fotos para indicarle el por que de su intromisión y la mujer colocó su dedo sobre sus labios en señal de silencio para luego invitarla a pasar. 

Cloe dio unos pasos y el ruido de sus tacones alertaron a las niñas que la observaron con algo de curiosidad. 

Entonces apretó sus labios y frunció el ceño en señal de arrepentimiento y antes de que el anciano docente de cabello blanco pudiera regañarla alzó su mano con elocuencia y se sacó los zapatos. 

Oyó una ligera risa de una de las niñas y enseguida el llamado de atención de su docente. Pero fiel a su espíritu empático le regaló una gran sonrisa a la niña mientras le mostraba un gesto de complicidad que fue muy bien recibido. 

Una foto realDonde viven las historias. Descúbrelo ahora