CAPITULO 31

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Esa fue la primera de muchas noches de pasión. Los recién casados fueron a Clyvedon y allí, para mayor vergüenza de Ron, se encerraron en la habitación de matrimonio durante más de una semana.

Por supuesto, la vergüenza no fue tanta porque Ron sólo hizo un intento desganado por, realmente, salir de la habitación. Cuando salieron de su reclusión de luna de miel, a Ron le enseñaron Clyvedon, y lo necesitaba porque, el día que llegaron, lo único que pudo ver fue el  camino de la puerta principal al dormitorio ducal. También se pasó varias horas presentándose a los sirvientes de más rango.

Obviamente, la habían presentado oficialmente al llegar pero a Ron le pareció mejor conocer de manera más individualizada a los miembros más importantes del servicio. Como Blaise sólo había pasado allí su niñez, muchos de los sirvientes que se habían incorporado más tarde no lo conocían, pero los que ya estaban en Clyvedon cuando era pequeño parecía, a los ojos de Ron, que sentían una auténtica devoción por él.

Mientras paseaba por el jardín con Blaise se rió de eso y, de repente, empezó a sentirse el blanco de una mirada totalmente cortante.


—Viví aquí hasta que fui a Hogwarts —fue todo lo que dijo Blaise, como si aquello bastara como explicación.

Ron se sintió muy incómodo por el tono imperturbable que había utilizado Blaise.

—¿Nunca viajabas a Londres? Cuando éramos pequeños, nosotros…

—Viví aquí, exclusivamente.

Su tono indicaba que deseaba, no, requería, que la conversación terminara ahí; sin embargo, haciendo caso omiso a la advertencia, decidió seguir con el tema.

—Debiste ser un niño muy cariñoso —dijo, con una voz descaradamente risueño—. O, quizás, un niño de lo más travieso para haber despertado esa devoción eterna en el servicio.
Blaise no dijo nada.

Ron insistió.

—A Theo también le pasa. Cuando era pequeño, era como un diablillo pero tan insoportablemente encantador que los sirvientes lo adoraban. Un día… se calló y se quedó con la boca abierta. No tenía demasiado sentido continuar porque Blaise se había dado la vuelta y se había marchado.

Las rosas no le interesaban lo más mínimo. Y tampoco nunca había reflexionado sobre las violetas, pero ahora Blaise estaba apoyado en una baranda de madera admirando los famosos jardines florales de Clyvedon como si se planteara seriamente una carrera de horticultor.

Y todo porque no podía soportar las preguntas de Ron sobre su infancia. Sin embargo, la verdad era que odiaba los recuerdos. Despreciaba todo y todos los que le recordaban a aquella época. La única razón por la que había traído aquí a Ron era porque era la única de sus residencias que estaba a dos días de viaje desde Londres y estaba lista para vivir es él.

Los recuerdos hacían renacer los sentimientos. Y Blaise no quería volver a sentirse como aquel niño pequeño. No quería recordar las muchas veces que le había enviado cartas a su padre y había esperado en vano una respuesta. No quería recordar las amables sonrisas de los sirvientes; sonrisas que siempre iban acompañadas de ojos de lástima. Lo querían, sí, pero también lo compadecían.

Y, bueno, el hecho de que ellos también odiaran a su padre por lo que le estaba haciendo nunca fue gran consuelo. Nunca había sido, y sinceramente seguía sin ser, tan noble que no le satisficiera un poco la poca popularidad de su padre entre el servicio, pero eso nunca borró el bochorno o la incomodidad.

O la vergüenza.

Quería que lo admiraran, no que lo compadecieran. Y no fue hasta que viajó por el mundo sin título nobiliario que consiguió empezar a saborear el éxito. Había hecho un viaje muy largo; había ido hasta el mismo infierno antes de volver a ser el de siempre.

Aunque, claro, Ron no tenía la culpa de esto. Blaise sabía que él no tenía ningún motivo oculto para interrogarlo sobre su infancia. ¿Cómo iba a tenerlo? No sabía nada de sus ocasionales dificultades en el habla. Se había esforzado mucho para que ella no se diera cuenta. No, pensó, no se había tenido que esforzar demasiado. Siempre se había sentido muy cómodo con él, se sentía libre. Desde que la conocía, casi no había tartamudeado, excepto durante algún episodio de rabia y enfurecimiento. Y cuando estaba con Ron, la vida era cualquier cosa menos rabia y enfurecimiento.

Se apoyó todavía más en la barandilla, curvando la espalda por el peso de la culpabilidad. Había sido muy maleducado con ella. Al parecer, estaba destinado a hacerlo una y otra vez.

—¿Blaise?

Había notado su presencia incluso antes de que dijera su nombre. Ron se acercó por detrás de él, caminando suave y silenciosamente por la hierba, pero Blaise  sabía que estaba ahí. Pudo oler su fragancia y escuchar el viento enredado en su pelo.

—Estas rosas son muy bonitas —dijo él.

Blaise sabía que aquella era su manera de intentar suavizar su mal carácter de antes. Sabía que Ron se moría por seguir haciéndole preguntas. Sin embargo, y a pesar de su edad, era muy listo y, aunque a él le gustaba burlarse de él por eso, sabía mucho sobre los hombres y sus cambios de humor. Ron no le preguntaría nada más al menos por hoy.

—Dicen que las plantó mi madre —respondió Blaise.

Esas palabras salieron de su boca con más brusquedad de la deseada, pero él esperaba que Ron sabría apreciar su verdadera intención. Cuando él no dijo nada Blaise añadió, a modo de explicación:

—Murió al dar a luz.

Él asintió.

—Lo había oído. Lo siento.

Blaise se encogió de hombros.

—No la conocí.

—Eso no quiere decir que no fuera una pérdida importante.

Blaise se acordó de su niñez. No había ningún modo de saber si su madre habría entendido mejor que su padre sus dificultades al hablar, pero supuso que tampoco se habría portado peor que su padre.

—Sí—dijo—. Supongo que lo fue.

Un poco más tarde, mientras Blaise se encargaba de los asuntos de las propiedades con el contable, Ron decidió que podría ir a conocer mejor a la señora Colson, el ama de llaves. Aunque todavía no había hablado con Blaise de dónde iban a fijar su residencia, Ron creyó que, en algún momento, siempre volverían a Clyvedon y si había aprendido algo de su madre era que una señora debía tener una buena relación
Laboral con el ama de llaves.

Y no es que Ron tuviera miedo de no llevarse bien con la señora Colson. La había conocido brevemente cuando Blaise le había presentado al servicio y, en esos pocos instantes, le había dado la sensación de ser una persona muy amable y habladora. Se presentó en la puerta del despacho de la señora Colson, una pequeña habitación junto a la cocina, un poco antes de la hora del té. El ama de llaves, una señora bastante guapa de unos cincuenta años, estaba en el escritorio elaborando los menús de la semana.
Ron golpeó la puerta abierta.

—¿Señora Colson?

El ama de llaves levantó la cabeza e, inmediatamente, se puso en pie.

—Joven—dijo, haciendo una pequeña reverencia—. Debería haberme llamado.

Ron sonrió, incómodo, porque todavía no se acostumbraba al cambio de trato de mero jovencito a duquesa.

—Pasaba por aquí —dijo, para explicar su poca ortodoxa aparición en los dominios de los sirvientes—. Pero, si tiene un momento, me gustaría que pudiéramos  conocernos mejor. Usted ha vivido aquí muchos años y yo espero hacerlo en un futuro.

La señora Colson respondió con una sonrisa al cálido tono de Ron. —Por supuesto, señora. ¿Hay algo en particular que le apetecería saber?

—No. Pero, si quiero llevar esta casa como es debido, aún tengo que aprender muchas cosas. ¿Le parece bien si vamos a tomar el té al salón amarillo? Me gusta mucho la decoración. Además, toca el sol. Esperaba poder convertirlo en mi salón personal.

La señora Colson lo miró de una manera un tanto extraña.

—A la difunta duquesa también le gustaba mucho.

—Oh —dijo Ron, sin saber si aquello debería hacerla sentirse incómodo.

LE COEUR DU DUC (EL CORAZÓN DEL DUQUE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora