CAPÍTULO 33

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Cuando Blaise lo miró con esos ojos, tan negros que incluso a la luz de las velas brillaban, Ron se preguntó si aquella intensidad se debía a emociones que no sabía expresar con palabras. Cuando pronunció su nombre entre gemidos, Ron no podía evitar escucharlo atentamente por si tartamudeaba.

Y cuando lo penetró y echó la cabeza hacia atrás tensando todos los músculos del cuello, Ron se preguntó por qué parecía que estaba sufriendo.

¿Sufriendo?

—¿Blaise? —Preguntó, mezclando el deseo y la preocupación—. ¿Estás bien?

Él asintió y apretó los dientes. Se hundió en él, moviendo las caderas lentamente, y le susurró al oído:

—Te voy a dar placer.

No sería tan difícil, pensó Ron, conteniendo la respiración cuando Blaise le cubrió un pezón con la boca. Nunca era tan difícil. Blaise parecía saber exactamente cómo tocarlo, cuándo moverse y cuándo provocarlo quedándose quieto Blaise colocó
Los dedos entre los dos cuerpos y la acarició en su parte más íntima hasta que las caderas de Ron se movieron al mismo ritmo y con la misma fuerza que las suyas. Ron sintió que su cuerpo se dejaba llevar hacia esa pérdida de conciencia tan familiar. Y le gustaba tanto…

—Por favor —le rogó Ron, colocando la otra mano debajo de él para apretarlo todavía más contra él—. Necesito que… ¡Ahora, Ron, ahora!
Y Ron lo hizo. El mundo explotó a su alrededor y Ron cerró los ojos tan fuerte que vio puntos de luz y estrellas. Escuchó música… o a lo mejor sólo fueron sus gemidos y gritos cuando alcanzó el orgasmo, que eran más potentes que el latido de su propio corazón.

Blaise, con un gruñido que parecía que se lo arrancaban directamente del alma, se separó de él justo un segundo antes de derramarse encima de las sábanas, como siempre.

Dentro de unos instantes, Blaise le giraría y le abrazaría. Era un ritual que Ron había llegado a adorar. Él la abrazaría fuerte; la espalda de él contra su pecho y hundiría su cara en su pelo. Y luego, cuando la respiración entrecortada se calmara, se dormirían.

Pero esta noche fue distinto. Esta noche, Ron estaba un poco nervioso estaba cansado y saciado, pero algo estaba mal. Había algo que le rondaba por la cabeza y le remordía el inconsciente. Blaise se giró y se colocó junto a él, llevándolo hacia la parte limpia de la cama. Siempre hacía lo mismo, sirviéndose de su cuerpo como barrera para que él nunca estuviera en contacto con su semen. Ron pensaba que era muy considerado por su parte y… Ron abrió los ojos. Estuvo a punto de gritar.

«Un útero no crecerá sin una semilla fuerte y sana.»

Ron no le había dado importancia a las palabras de la señora Colson. Se había quedado demasiado impactado por la historia de la infancia de Blaise, demasiado preocupado pensando cómo podía llenar su vida de amor para borrar de su recuerdo los malos momentos.

Se sentó en la cama, con las sábanas en la cintura con manos temblorosas, encendió la vela de la mesilla de noche. Blaise, que estaba dormido, abrió un ojo.

—¿Qué pasa?

Ron no dijo nada, sólo miró la mancha húmeda del otro lado de la cama su semen.

—¿Roni?

Blaise le había dicho que no podía tener hijos le había mentido.

—Ronald ¿qué te pasa? —se sentó.

En su cara se reflejaba la preocupación. ¿Aquello también sería mentira? Ron alargó un dedo.

—¿Qué es eso? —preguntó, en una voz casi inaudible.

—¿Qué es qué? —Los ojos de Blaise seguían la dirección del dedo y sólo veían la cama—. ¿De qué estás hablando?

—¿Por qué no puedes tener hijos Blaise?

Blaise abrió los ojos. No dijo nada.

—¿Por qué. Blaise? — Ron estaba casi gritando.

—Los detalles no importan, Ron.

Hablaba en voz baja y suave, con un pequeño tono de condescendencia. Ron sintió que algo dentro de él se rompía.

—Fuera —dijo.

Blaise abrió la boca, sorprendido.

—Es mi dormitorio.

—Entonces, me iré yo. —Salió de la cama, envuelto con una sábana.

Blaise dio un salto y se levantó de inmediato.

—No te atrevas a salir de esta habitación —le dijo.

—Me mentiste.

—Yo nunca…

—Me mentiste —gritó Ron —. Me mentiste y no te lo voy a perdonar nunca.

—Ronald…

—Te aprovechaste de mi estupidez. —Soltó un suspiro muy profundo, de aquellos que salen del fondo de la garganta antes de que ésta se cierre—. Debiste alegrarte mucho cuando viste lo poco que sabía de las relaciones matrimoniales.

—Se llama hacer el amor Ronald—dijo Blaise.

—No, entre nosotros no.

Blaise se estremeció ante el rencor de su voz. Estaba de pie y desnudo en medio de la habitación, intentando encontrar una manera de salvar la situación todavía no estaba seguro de lo que Ron sabía, o creía saber.

—Ronald —dijo, despacio para evitar que sus emociones se apoderaran de sus palabras—, quizá deberías explicarme, exactamente, de qué va todo esto.

—Oh, ¿quieres jugar a ese juego? —Dijo Ron, con sorna—. De acuerdo, deja que te explique una historia. Erase una vez, había… la rabia de su voz era como un cuchillo cortante en el cuello de Blaise.

—Ronald —dijo, cerrando los ojos y meneando la cabeza—, no hagas esto.

—Erase una vez, había un Omega joven. Lo llamaremos Ron.

Blaise se fue al vestidor y cogió una bata. Había ciertas cosas que un alfa no quería discutir completamente desnudo.

—Ron era muy, muy estúpido.

—¡Ronald!

—Está bien —dijo él, agitando la mano en el aire—. Ignorante era muy, muy ignorante.

Blaise se cruzó de brazos.

—Ron no sabía nada de lo que sucedía entre un alfa y un Omega, no sabía lo que hacían, sólo que lo hacían en una cama y que, eventualmente, el resultado de eso sería un hijo.

—Ya basta, Ronald

La única señal que demostraba que lo había oído era la rabia reflejada en los ojos.

—Pero, además, no sabía cómo se hacía ese hijo así que, cuando su marido le dijo que no podía tener hijos…

—Te lo dije antes de casarnos, te di la oportunidad de echarte atrás. No lo olvides—dijo él, acalorado—. No te atrevas a olvidarlo.

—¡Me hiciste sentir lástima por ti!

—¡Qué bien! Justo lo que un Alfa quiere escuchar.

—Por el amor de Dios, Blaise —dijo Ron—. Ya sabes que no me casé contigo por eso.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque te quería —respondió, aunque la amargura de su voz le quitó romanticismo a la declaración—. Y porque no quería verte morir, algo que parecías estúpidamente dispuesto a hacer.

Blaise no tenía ninguna respuesta preparada, así que resopló y la miró.

—Pero no intentes hacer ver que esto va sobre mí —dijo Ron, furioso—. Yo no mentí. Tú dijiste que no podías tener hijos, pero la verdad es que no quieres.

Blaise no dijo nada pero sabía que tenía la verdad reflejada en los ojos. Ron dio un paso hacia él, controlando un poco la rabia.

—Si de verdad no pudieras tener hijos, no importaría dónde fuera a parar tu nudo de semen, ¿no es así? No estarías tan atento cada noche de depositarlo en cualquier sitio menos dentro de mí.

—No sabes nada de es-esto, Ronald—dijo Blaise en voz baja y furioso.

Ron se cruzó de brazos.

—Entonces, explícamelo.

—Nunca tendré hijos —dijo, entre dientes—. Nunca. ¿Lo puedes entender?

—No.

Blaise sintió que la rabia se apoderaba de él, le revolvía el estómago y le quemaba la piel. No era rabia hacia Ron, ni siquiera hacia él mismo. Era, como siempre, rabia hacia el hombre cuya presencia, o la ausencia de ella, siempre había conseguido controlar su vida.

—Mi padre —dijo Blaise, haciendo un gran esfuerzo para mantener el control—, No era un hombre cariñoso.

Ron le aguantó la mirada.

—Ya sé lo de tu padre —dijo.
Aquello lo cogió por sorpresa.

—¿Qué sabes?

—Sé que te hizo mucho daño. Que te rechazó. —Había algo en sus ojos; no era lástima pero era algo parecido—. Sé que creía que eras estúpido.

El corazón de Blaise dio un vuelco. No sabía cómo era capaz de hablar, ni siquiera estaba seguro de cómo podía respirar, pero consiguió decir:

—Entonces, sabes lo de…

—¿Tu tartamudeo? —dijo Ron, terminando la frase por él.

Él le dio las gracias en silencio. Irónicamente, «tartamudeo» era una palabra que nunca había conseguido pronunciar.

Ron se encogió de hombros.

—Era un idiota.

Blaise la miró boquiabierto, incapaz de comprender cómo Ron podía dar por terminada la rabia de décadas con tal afirmación.

—No lo entiendes —dijo, agitando la cabeza—. No podrías hacerlo no con una familia como la tuya, lo único que le preocupaba era la sangre, la sangre y el título. Y cuando nací y resultó que no era perfecto… Ronald, ¡le dijo a la gente que estaba muerto!

Ron palideció.

—No sabía que había ido así —susurró.

—Fue peor —dijo él—. Le envié cartas. Cientos de cartas, rogándole que viniera a visitarme. No respondió ni una sola vez.

—Blaise…

—¿S-sabías que no hablé hasta los cuatro años? ¿No? Bueno, pues lo hice y  cuando venía, me zarandeaba y me amenazaba con sacarme la voz a golpes. Ése era mi p-padre.

Ron intentó pasar por alto que estaba empezando a tartamudear, intentó ignorar el dolor que sentía en el estómago, la rabia que nacía en él por la manera tan brutal en que habían tratado a Blaise.

—Pero ahora ya se ha ido —dijo Ron, con la voz temblorosa—. Se ha ido y tú estás aquí.

—Dijo que no s-soportaba verme. Había rezado muchos años por tener un heredero no un hijo —dijo, levantando la voz peligrosamente—. Un heredero. ¿Y p- para qué? Zabini iría a parar a un tonto. ¡Su preciado ducado s-sería para un idiota!

—Pero estaba equivocado —dijo Ron.

—¡No me importa si estaba equivocado! —Gritó Blaise—. Lo único que le importaba era el título.
Nunca, ni una sola vez, pensó en mí, en cómo debía sentirme, ¡atrapado con una boca que no f-funcionaba! Ron retrocedió, incómodo con tanta rabia. Era la furia desatada después de varias décadas conteniéndola.

De repente. Blaise se acercó a él y le habló a escasos centímetros de la cara.

—Pero, ¿sabes una cosa? —preguntó, con una voz irreconocible—. Quien ríe el último, ríe mejor. Él pensó que no podía haber nada peor que ver cómo Zabini iba a parar a manos de un tonto…

—Blaises, no eres…

—¿Me estás escuchando? —gritó.

Ron, muy asustado, retrocedió hasta la puerta y cogió el pomo por si tenía que escapar.

—Ya sé que no soy tonto —dijo él, muy seco—. Y, al final, creo qu-que él también lo supo. Y estoy seguro que eso lo dejó m-morir en paz. El apellido Zabini estaba a salvo. N-no importaba que yo ya no sufría como lo había hecho.  Zabini… eso era lo que importaba.

Ron se sintió mal. Sabía lo que venía a continuación, Blaise sonrió una expresión muy cruel que él nunca antes había visto.

—Pero Zabini muere conmigo —dijo—. Todos esos primos que quería hacer herederos… —Se encogió de hombros y se rió—. Todos tuvieron omegas. ¿Qué te parece?

Miró a Ron.

—Quizá por eso mi p-padre reconoció, al final, que no era tonto, sabía que yo era su única esperanza.

—Sabía que se había equivocado —dijo Ron, tranquilamente.

De repente, recordó las cartas que el duque de Middlethorpe le había dado. Las que había escrito el padre de Blaise. Las había dejado en Nott House, en Londres.

Y así estaban bien, porque de este modo no tenía que decidir qué hacer con ellas ahora.

—No importa —dijo Blaise, con ligereza—. Cuando me muera, el título y apellido se extinguirá. Y nada podría hacerme más f-feliz y con eso, salió de la habitación por el vestidor, porque Ron bloqueaba la puerta.

Ron se sentó en una silla, todavía envuelto con la sábana que había arrancado de la cama. ¿Qué iba a hacer?, Sintió que le temblaba todo el cuerpo y no podía controlarlo y entonces, se dio cuenta de que estaba llorando en silencio.

Dios, ¿qué iba a hacer?

LE COEUR DU DUC (EL CORAZÓN DEL DUQUE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora