Hogar, dulce hogar.

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– Mira David, mira tus pisadas – le dijo Bill.

Dos semanas después de que el pequeño dijo sus primeras palabras, los tres se encontraban paseando por la playa. Cada uno de los mayores llevaba al niño de una mano. Acababa de bajar la marea y la arena, mojada y viscosa, ahora parecía más bien, lodo. Era temprano por la mañana.

– Mira, todos los cangrejos se esconden – se detuvo y se sentó en cuclillas sobre la arena, escarbando distraídamente.

– ¿Recuerdas las guerras de bolas de nieve que hacíamos? – preguntó el mayor, imitando a su hermano en la postura – Esto es cómo la nieve – continuó sin esperar una respuesta. Alargó la mano y tomó un puñado de arena, marrón, mojada y viscosa en su mano, para luego untarla sobre el brazo de su gemelo – ¡Oh, está helada! – se burló.

Bill contempló su brazo por unos segundos, con el ceño fruncido y el labio inferior sobresaliente.

– Ah, sí, David ¡muy fría! – dijo por fin el menor y tomó también un poco de la sustancia. La embarró sobre el muslo de Tom, quién gritó de sorpresa y por el frío del barro; y continuó la pelea llenando de lodo la pierna de su amante.

El de rastas rio y llenó también la panza de David, que simplemente los miraba jugar. El niño grito y comenzó a reír segundos después. Bill al ver a su hijo divertirse, tomó una cantidad enorme de arena y se la embadurnó sobre la cabeza.

– ¡Soy el fantasma asesino! – gritó.

El bebé abrió sus labios en una O perfecta y gritó agitando sus manitas, luego volvió a reír mientras miraba a su padre, Tom, quien, por seguirle el juego a su gemelo, también miró a su hijo mientras ponía cara de sorpresa. Bill siguió gruñendo ferozmente y dio vueltas sobre el lodo. El niño gritó una vez más y parpadeó, sorprendido porque su padre se había convertido en una figura humanoide de barro literalmente. Todos reían.

Un kilómetro lejos de la orilla, y sin que ellos lo supieran, un hombre los observaba detenidamente con un catalejo. El hombre dejó de mirar y le habló al compañero que tenía a su derecha.

– Más vale que él venga a ver esto – dijo y se alejó hacia un hombre mayor, que miraba recargado sobre la madera, apaciblemente el océano, del otro lado del barco – Disculpe señor, pero encontramos algo – El viejo se separó de la orilla y fue rápidamente con el más joven – Mire ahí – le indicó, y el viejo observó a los gemelos, que aún jugaban con el niño, todos cubiertos de lodo – ¿Qué opina?

– ¿Podríamos acercarnos un poco? – cuestionó sin dejar de mirar por el catalejo.

– Lo intentaremos, aunque podía ser peligroso. Hay muchos arrecifes en este lugar. No hay corriente alguna, y si la hay, es débil. Tampoco hay mucha profundidad – Un minuto después, el barco giraba remontando las olas, acercándose aún más a la bahía.

Los gemelos se besaban, sentados en el barro, distraídamente mientras sostenían una vez más, a David cada uno de una mano. El niño miró al horizonte y pronunció lo que, unos días atrás, habría de ser su tercer palabra.

– Pote – dijo con su vocecilla suave – los mayores se separaron inmediatamente y miraron lejos.

A Bill se le fue el aire por un segundo, y se sentó más correctamente. Los ojos le brillaron emocionados un momento. Miró a su hermano, quien, aunque parecía emocionado, también se mostraba un tanto inseguro. Ambos se miraron, tratando de decidir qué hacer, luego miraron el barco. Ora ellos, ora el barco...

No necesitaron decirse ni una palabra, el mirarse directamente a los ojos bastó. Sonrieron ligeramente y se levantaron. Tom tomó en brazos a David. Bill tomó la mano libre del otro. Dieron la espalda a su única esperanza en los largos años que habían pasado ahí. Y se marcharon sin mirar atrás.

El señor mayor bajó el catalejo con un suspiro.

– No... no pueden ser ellos – Gordon Kaulitz entregó el utensilio al hombre joven que le había llamado, y se adentró en su camarote.

...

Minutos más tarde, la familia se bañaba libremente en la laguna, luchando por quitar los restos de barro de sus cuerpos. Cuando terminaron, dejaron a David en la cabaña, dormido después de desayunar.

Los gemelos, tomados de la mano, emprendieron un paseo por la playa inmediata a la cabaña. En un momento dado se detuvieron y se echaron de panza al suelo.

– Todavía recuerdas cómo llegar al lugar donde vivíamos con David.

– Claro, siempre voy a traer bananas.

– ¿Podrías llevarme?

– Pensé que no te gustaba ese lugar.

– No, no me gusta... pero quiero volver a verlo.

– Bien... ¿hoy?

– ¿Por qué no? Vayamos en cuanto el bebé despierte.

– De acuerdo.

Más tarde, ese mismo día. Los tres embarcaron hacia lo que había sido su hogar.

– A pasear – anunció el menor tomando a su hijo en brazos y colocándolo dentro del bote.

Tom subió solo y miró a Bill hacer fuerza para empujar el bote hacia el agua.

No fue un viaje largo, apenas duró unos minutos mientras el menor remaba hacia la otra parte de la isla.

Cuando arribaron, el de rastas fue el primero en mojarse los pies de nuevo al bajar. Tomo a David y lo puso de pie sobre el agua. Bill se acercó y preguntó a su gemelo si estaba bien, tan sólo con la mirada. Tom asintió y clavó la mirada en algo a espaldas de su hermano.

Era el refugio que apenas había logrado construir cuando David vivía. Ahora no era más que un montón de palos y hojas secas amontonados en el suelo. Mil recuerdos le vinieron a la mente.

– ¿Vienes? – preguntó el menor, a lo que el otro negó rotundamente. Luego se alejó, internándose en la maleza.

El de rastas comenzó a pasear lentamente por la orilla, con David de la mano. Entre dos helechos divisó algo que le llamó la atención, y soltó al pequeño para acercarse. Cuando estuvo a unos pasos se dio cuenta de lo que era: uno de los barcos que David les había enseñado a construí a base de juncos, un poco de hilo de corteza, y un pedazo de tela. Lo tomó entre sus manos, y lo examinó. El juguete estaba en malas condiciones. El hilo que mantenía la vela en su lugar había cedido, y ahora el pedazo de tela se movía sin ton ni son por todos lados. Los juncos se habían roto y estaban despegados de una parte. Con un suspiro, dejó caer el bote y miró el refugio destrozado más de cerca.

A sus espaldas, David recogía algo de un arbusto cercano a la orilla de la playa, y lo ponía en un cuenco que había traído consigo. Recogió muchas de aquellas bolitas pequeñas rojas, aún unidas a sus ramas. Para cuando Tom volvió a comprobar su estado, el niño se encontraba dejando el cuenco dentro del barco, sin embargo, también quería subir en él. El mayor lo vio luchar por subir, empujando el bote un poco hacia el agua, y se apresuró a llegar a su lado. Tom estaba envuelto en recuerdos, apenas presente en l realidad, y no notó que el niño, al subir al bote, llevaba el cuenco lleno de ramas hojas, y aquellas bolitas rojas consigo. David fue a sentarse en el otro extremo del barco y su padre cruzó los brazos, dejo caer la cabeza y cerró los ojos, sin percatarse de que el empujoncito del niño había sido suficiente para lanzarlos al agua en cuanto él subió. No durmió por más de diez minutos, porque David, tarareando una vieja canción que el de rastas solía cantarle cuando era más pequeño, quiso tomar uno de los remos que estaban apoyados en las delgadas orillas del bote, y en lugar de tomarlo, lo aventó hacia afuera. El sonido que produjo la madera contra el agua despertó a Tom, quien, con sorpresa se dio cuenta de que estaban ya bastante alejados de la orilla de la playa, y cada vez se alejaban más.

La laguna azul - TWCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora