Un montón de huesos.

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Tom acababa de bañar a David en la pequeña lagunilla donde mucho tiempo antes había pisado al pez roca. Ahora lo llevaba en brazos, cubierto por una tela, hacia la costa. Pasó por debajo de la cabaña, entre los pilares fuertes de madera que la sostenían; estaban ahí para la marea alta. Del otro lado divisó a Bill afilando unos largos palos de madera. Con la vieja hacha de David. Tenía los ojos llenos de recelo, y manejaba la herramienta con rabia.

– ¿Para qué haces eso? – pregunto sentándose a su lado.

– Para los hombres del tambor – contestó sin prestarle mucha atención.

– ¿Quiénes? – continuó, dispuesto a sacar todo el tema a flote, pero David lanzó un chillido. Bill le miró y el recuerdo de la sangre salpicando el rostro del hombre le causó terror – ¿Cuándo?

– La... noche en que llegó – respondió deteniendo el movimiento del hacha.

– ¿Y cómo son? – dijo, curioso.

– ¡No quiero hablar de eso! – levantó la vos, dejando el hacha a un lado y levantándose – ¡David tenía razón, no debimos ir allí! ¡No debimos faltar a la ley! – le gritó. Tom suspiró.

– ¿Saben que estamos aquí?

– No lo creo – comentó pensativo, pero un segundo después la furia llenó su rostro de nuevo – ¡Pero si llegaran a venir aquí, les haría lo mismo que a los peces! ¡Les clavaría una y otra, y otra lanza hasta que los atravesara de lado a lado! – gritoneó más para sí mismo que para su gemelo. Tomó una de las lanzas y la lanzó lejos, esta fue a atravesar una de las palmeras, de lado a lado.

Tom miró con compasión a Bill y miró al bebé, que se había dormido entre sus brazos. Sin decir nada se levantó y entró a la cabaña. El menor miró la arena con el ceño fruncido, e impotencia, se sentía... abandonado. Una figura se detuvo a su lado. La miró. Su gemelo le sonreía. No se había cansado de escuchar sus gritos, había entrado a acostar a David antes de volver. De nueva cuenta no dijo nada, solo sacó el cuchillo de David de su cinturón de tela y tomó una de las largas varas. Bill suspiró, agradecido, se acercó y le plantó un beso, primero en los labios y luego en su hombro desnudo.

Sin apenas decir nada o mirarse, ambos se quedaron buena parte del día y la tarde afilando la madera, formando lanzas. Los dos estaban de acuerdo en que aquellos hombres no tocarían al otro, ni mucho menos, a su hijo. De eso estaban seguros.

Ya cuando el sol bajaba y el mar se picaba, los gemelos detuvieron su trabajo y entraron a casa. Tom se acercó a la cuna improvisada del bebé, que días antes habían arreglado con telas varias y con un velo de color claro que lo cubría, y arrulló unos minutos a David.

Bill, por otra parte, se mantenía sentado a un lado de la escalera, pensativo, acariciando su barbilla. Tom le miró y fue a sentarse frente a él. Tomó sus manos y esperó a que hablara.

– Cuando estábamos en el barco... corríamos hacia los botes... ¿recuerdas cómo peleaban esos hombres? ¿Cómo se veían a los ojos? Es igual con los hombres del tambor... No entiendo porque, porqué las personas se hacen daño unas a otras – su hermano nada dijo, pero tomo su cabeza y besó su frente, para luego sonreír levemente y tomar su mano, invitando a seguirlo escaleras arriba para dormir. Bill lo siguió sumisamente.

...

Al siguiente día decidieron pasar algún tiempo juntos. Mientras el menor se bañaba en la lagunilla del día anterior, el de rastas se tendió sobre el pasto, con David a su lado, boca abajo, acariciaba la piel blanca de su espalda. Bill se quitó el cabello de los ojos, peinándose hacia atrás y se acercó al borde para observar a su amante y a su pequeño.

– ¿Tienes hambre? – preguntó de repente.

– Ahora que lo dices, sí, algo.

– Bien, iré a por plátanos – salió del agua y se sacudió como si fuera un perro, luego tomó su taparrabos del césped y se lo puso – No tardo.

Se alejó hasta llegar a la costa, subió al bote y comenzó a alejarse donde. Por alguna razón quería ver el sitio donde murió David, años antes.

Poco a poco, remando, llegó al lugar. No había cuerpo ya, por supuesto. Tampoco estaba el barril de licor, bueno, estaba, pero destrozado y esparcido por todo el lugar. El cuerpo de David era ya un montón de huesos.

Bill, que nunca había ido al lugar después de eso se quedó observando con extrañeza la imagen. Miró sus extremidades esqueléticas y después las suyas. Entendiendo por una vez qué era lo que conformaba su cuerpo. Miró la mano y luego la suya. Ora la mano, ora la suya. Luego observó las costillas y por reflejo se llevó las manos a las suyas, sintiéndolas. Por último miró el cráneo y el recuerdo de su infancia llegó. Ahora entendía la preocupación de David cuando él mismo había tomado un cráneo en sus manos sin saber qué era... Era seguro que alguien llegó antes que ellos. Mucho antes que ellos. Esa persona había dejado el barril de ron... y a esa persona la habían asesinado los hombres del tambor.

Con un largo suspiro abordó el bote de nuevo y viró ahora para ir ahora a la isla donde vivían antes para llevar bananas.

...

Fue por la tarde en que le tocó cuidar al bebé, porque fue el turno de Tom de buscar otra cosa qué comer que no fueran plátanos.

Bill se sentó tranquilamente con el bebé en brazos, acariciándolo y mirándolo como el ciego que ve el sol por vez primera: con adoración. Embelesado por completo. Feliz. Y admirando cada uno de los detalles de su piel. Sus deditos, las uñas diminutas que había en ellos. Sus ojos, idénticos a los de él. Sonrió y pasó sus labios por la piel del brazo del bebé, a modo de juego. Su piel blanca era suave, lo más suave que había sentido en su vida. 

La laguna azul - TWCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora